IGLESIA DE SAN PABLO DE ÚBEDA

IGLESIA DE SAN PABLO DE ÚBEDA
Iglesia de San Pablo (ÚBEDA)

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jueves, 10 de febrero de 2022

FAMILIA NUMEROSA

FAMILIA NUMEROSA

Su cabeza se rige por reglas que no entendemos todavía. Por ejemplo, cuando llueve, si no queremos enfadarle, tenemos que caminar por la calle pisando charcos. Según él, hay que hacerlo para crear enormes olas -relativas- y evitar así que nos invadan los piratas –los piratas serán como hormigas, imagino- en su barco de juguete. Por lo visto los corsarios esperan a que llueva para navegar por el río y llevar a cabo sus tropelías. O cada vez que se le cae un diente, nos hace fabricarle otro idéntico al perdido y rellenar el hueco de la encía con miga prieta, de pan mojado. Además, para que se mantenga en su mandíbula, hay que sujetárselo con celofán para que las demás piezas dentales –dice- no se den cuenta de su ausencia, se pongan tristes y se caigan también como protesta. Conseguimos casi siempre cumplir sus expectativas, pero por contra pisar charcos nos acarrea unos catarros descomunales cada invierno y no conseguimos dejar de toser hasta la primavera. Y como el celofán no pega bien en la carne ni en el esmalte de las otras piezas, nos tememos que alguna noche se trague el diente falso mientras sueña, con el potencial riesgo de que se ahogue con el pan, con el adhesivo o con ambas prótesis simultáneamente.

Siempre lleva los zapatos desatados y muchas veces se pisa los cordones al andar y se procura un golpe morrocotudo contra el suelo, aunque sigue sin consentir solucionarlo porque argumenta que amarrarlos a sus pies equivaldría a romper la confianza mutua y que no le respetarían en adelante si tuviera que sujetarlos con una lazada o con un doble nudo para obligarlos a caminar bajo el mando de sus pies. Que eso no se hace con los amigos. Tiene teorías originales para todo y se distrae con una mosca, literalmente: si ve una no para de seguirla y deja cualquier cosa que esté haciendo para no perderla durante horas. Cuando hay más de una se le dispara la adrenalina porque no da abasto para perseguirlas y corre dislocado por los pasillos, cambiando de insecto cuando se cruzan. Si hay más de cinco  intervengo yo para evitar el caos y –sin que se dé cuenta- aplasto todas las que puedo contra los cristales o contra los azulejos para reducir las trayectorias. 

Pronto nos dimos cuenta de que no podía compararse con otros niños de su edad. Vivía dentro de una imaginación sin límites, desbordada a cada instante como una jarra de cerveza con espuma; una fantasía hiperactiva que lo llevaba más y más lejos de la realidad a cada momento y, esto, además de hacer muy difícil su educación y nuestra convivencia, le comportaba peligros imprevisibles en situaciones cotidianas. A los nueve años ya nos había roto más de diez jarrones golpeándolos con el palo del fregón, a modo de varita mágica, para convertirlos en elfos después de ver una película de Harry Potter e ir insistiendo con sus conjuros en intensidad sobre la cerámica, cada vez más iracundo, hasta sufrir ataques de ansiedad muy virulentos que le llevaban a herirse con las esquirlas si no estábamos al quite. Otra tarde le salvé la vida de milagro cuando, al entrar al baño, noté que estaba inmerso en la bañera y que no salía a la superficie. Lo agarré por los brazos y al recuperar el conocimiento dijo que llevaba treinta minutos bajo el agua y que había aprendido a respirar como Bob Esponja. Tuvimos que retirar los tapones de todos los recipientes susceptibles de almacenar líquido y nos adelantamos a cualquier posible tentación a su alcance con los enchufes y los medicamentos. Por supuesto, desde entonces, ya no le permitimos ver largometrajes de superhéroes, ni cualquier vídeo en el que intuyamos efectos especiales nocivos para su integridad.

A mí siempre me dice que tengo un ángel acróbata haciendo piruetas a mi alrededor y que por eso me despeino tanto, que son las plumas del custodio al rozarme el poco pelo que me queda las que lo descolocan y, mientras lo cuenta, sigue con los ojos las supuestas cabriolas del espíritu divino que merodea detrás de mi escasa cubierta capilar como si de verdad lo viese. A su madre le dice que le ha tocado un ángel bueno y obediente, al parecer menos circense que el mío. Por eso abusa un poco de él y le pide que le traiga los colores o las ceras de su habitación, aunque luego se desespera y le grita con vehemencia si considera que tarda mucho en regresar con el encargo, que siempre pasa. Parece que en sus alucinaciones también se cuelan monstruos y espíritus familiares que se prestan a sus juegos y le hacen caso, entregándose en la diversión hasta casi ignorarnos. Cuando consideramos que la actividad se le va de las manos porque se altera demasiado y entra en pánico, tenemos que zarandearle con fuerza para que reaccione y vuelva a nuestra dimensión. No es raro oírle hablar también con un compañero inexistente a quien llama hermano y su hermano imaginario se ha inventado a su vez a otro amigo imaginario que también debe ser hermano de ambos y, por ende, hijo mío; así que cuando vamos en el coche -mi mujer, ellos tres y yo, y eso que los ángeles no ocupan plaza en el vehículo- no cabe nadie más. En realidad, ya puestos a inventar, me parece mejor que sean tantos en su pandilla. Tiene múltiples ventajas: más opiniones, menos aburrimiento, se puede jugar a otras cosas y hay ofertas en algunos locales, aunque siempre me topo con empleados bordes y sin fantasía en las cadenas de hamburgueserías del payaso que no consienten en hacerme el descuento que anuncian en su publicidad… y eso que me he hecho -con la pasta prieta de miga de pan mojado que nos sobró del último diente, envuelta con papel celofán para que no se deshaga- un carnet chulísimo que nos acredita como familia numerosa.                                        

 

               FIN

viernes, 4 de febrero de 2022

PRIMER PREMIO DE RELATO "ALCOLEA"


FALLO DEL JURADO DEL II CERTAMEN DE RELATOS CORTOS ALCOLEA

El Jurado, en su reunión celebrada el día 30 de enero de 2022, ha resuelto conceder los siguientes galardones a los siguientes relatos, escogidos entre los 428 participantesPremio Alcolea, dotado con un diploma y un premio en metálico de 500 euros:


Relato: Familia Numerosa.



Autor: Esteban Torres Sagra. Úbeda, Jaén.


Finalista del Premio Alcolea, dotado con un diploma y una estancia de dos noches para dos personas en el Hostal Rural Un Lugar en La Mancha, en Villar de Cañas, con la máxima distinción hotelera de su categoría:


Relato: Pajarillos sin alas.


Autor: Alberto Romero Vallejo (pseudónimo Ventura Sánchez Serna). Cádiz.

jueves, 30 de diciembre de 2021

BALANCE 2021

En líneas generales no puedo quejarme del año, literariamente hablando. Muy parecido a los precedentes. Sigo pensando, como en el anterior,  que cada vez entiendo menos este mundo de la creación y de sus valores, sobre todo en cuanto al criterio de los jurados se refiere. En fin...

En cifras, han sido 17 distinciones: 

10 en poesía, 
4 en microrrelato 
y 3 en relato

10 primeros premios
5 segundos
1 tercero
y 1 accésit 

además he sido finalista en unos cuantos más.

Por provincias:

Albacete (1)
Ávila (1) 
Barcelona (1)
Ciudad Real (1)
Cáceres (1)
Cádiz (1)
Huesca (1)
Jaén (3)
Madrid (1)
Málaga (1)
Murcia (2)
Palencia (1)
Teruel (1)
Toledo (1)

Espero no perder la ilusión por escribir y participar y que el año que viene sea más favorable (o al menos igual de prolífico en creación y resultados) 
¡¡¡FELIZ 2022!!!

domingo, 28 de noviembre de 2021




 Ayer sábado, recibí en Burgohondo (Ávila), el premio internacional de poesía LUIS LÓPEZ ANGLADA, de mano del señor alcalde. Un enorme placer haber conocido a poetas de la talla de Carlos Aganzo, José Pulido y José Maria Quirós y haber compartido sobremesa. Mil gracias para la familia de don Luis López Anglada por su invitación a comer y a disfrutar con ellos y su vitalidad irreprimible. También fue un honor la presencia de la ganadora de 2020, María Jesús Fuentes. Un reconocimiento especial merece Mónica, la concejal de cultura.
Subo el poemario para que todo aquel que quiera pueda leerlo:





HIERBA MORDIDA

 


LA MAESTRA INTERINA

 

 

Se refugia en un charco de carmín derretido

con forma de náyade. Si llueve,

dirige la orquesta de gotas con un junco 

subida en el corazón de un elefante africano.

Si no llueve ensaya sobre partituras efímeras

filarmónicas de pájaros y tizas,

notas que crujen al calor de la estufa como cáscaras de cacahuete.

Sobrevuela los mapas en una sombrilla

y se moja los labios con agua del Eúfrates,

así el aliento le huele a hierba mordida,

y coge estrellas prestadas de alguna constelación famosa

para ponerse morena sin dependencias solares. 

Es cierzo sólido al que se adhieren luciérnagas rojas

y le dan un aspecto de flor ambulante

en un patio sin piedras para herir las rodillas.

 

Se dedica a inocular monedas con alas

en la imaginación balbuciente de los niños

y les enseña a disparar relámpagos inocuos

desde lo más alto de una hipotenusa.

Aplica el principio de Arquímedes a los afectos

y saca factor común siempre que puede

porque pone entre paréntesis lo que separa 

y sabe subrayar lo que mantiene. 

Sus ojos siempre miran a otros ojos infantiles

y les descubren maravillas en formatos distintos. 

Les demuestra que se puede crecer en una pecera

sin parecer bultos sonámbulos sin número de serie

y que hay vida más allá de una habitación con wifi.

Que se puede creer en casi todas las personas

y está permitido equivocarse si se aprende algo.

Les graba un itinerario en la epidermis, 

algo especial a cada uno, con dedicatoria,

jeroglíficos que solo pueden verse con gafas especiales,

y con eso se conoce que son sus discípulos.

Bueno, por eso, y por el reguero de juncos que van dejando 

alrededor del corazón de un elefante, 

¡ah! y en que todos la invocan para seguir soñando

cada vez que se despiertan.

 

 

LUNES/MONDAY/LUNDI

 

Parece abanicarse con murciélagos grises, de tisú

-por su gesto franco, por su apoplejía-

pero solo respira como un caballo viejo 

que se ahoga en el lavabo de un piso de alquiler.

 

Mueve su pecho deprisa, desde dentro 

de una gaveta ignota donde llueven mantis, 

lo he visto muchas veces respirar así,

mientras yo lo llamo, subido a todos los alféizares

con cencerros de gas, explotando globos

desde cualquier pirámide o mezquita enhiesta 

o tirador con polvo que malcría el mobiliario: 

una mugre estructural que no se supedita a nada,

que no se abraza a ningún nogal converso en cómoda,

al brazo tumoral de una barcaza herida que muta en sofá

hecho también con madera de otro árbol 

cuya especie desconozco.

 

Lo llamo con voz muy ronca, lo invoco con acento grave

pero, al torcer los tabiques mis ondas sonoras,

lo que digo suena a cristal, a saxo extranjero, 

a verdulera soprano, a campanario gótico de iglesia pueblerina;

aunque luego se transforma, de repente, en una puñalada honda

sobre la carne rosa de una oveja

que estaba aprendiendo a desfilar por el pasillo.

Grito su apellido con garganta de baquelita y greda,

garganta prestada por algún almuédano vecino

para vocear sustantivos que suenan a destrozo de lonas, 

a recuento de vísceras cubistas derramadas sobre el mármol,

a bastidores partidos por una estampida de viejos 

que van a la caja de ahorros a cobrar sus pensiones,

y el eco solo repite una de sus sílabas, 

escogida al azar, quizás la última que pronuncio;

solo repite una sílaba enorme como un aldabón

que no remeda mi voz por la impedancia

y se pierde en el lomo dorado del brasero,

y por más que invito a los perros del cuadro de la cacería

a unirse a mi desesperación

y a ladrar conmigo su nombre inventado, 

su nombre converso,

no me ayudan a encontrar su refugio, no me ayudan

a buscar su nido, la yacija de sábanas barbitúricas

donde habrá establecido su cuartel general.

 

Temo llegar tarde, no llegar a tiempo 

de sincronizar los relojes corporales con su expiración.

El mar se aglutina sobre las últimas barcas en la marina de la pared

pero no es el mar, ahora lo comprendo, 

es mi propia sangre en diferido

que se vierte y vuelve a crecer al otro lado del espejo

en alguien semejante a mí, con mi mismo estupor,

 

cuando cada lunes no festivo

hundo la esponja en un lavabo sucio

donde flota el cadáver de un caballo viejo.

 

 PÉRDIDAS

 

 

Empiezo a notar un silencio corrompido

que se agranda por dentro 

sin llegar a ser náusea, sin despertar el pánico,

en el área pequeña de mi corazón,

donde se confunden el miedo y sus síntomas precoces;

en mitad de la nada, cerca del límite

que impone la brea en los labios azules 

cuando la noche alicata con frío industrial

el estribillo de una canción

y queda muy lejos el último taxi.

 

Otra ronda entre bisturíes de hielo 

antes de volver al argumento general,

paseando la costumbre al albur nocturno

con otros hombres que andan sonámbulos

cerca del río, buscando un aval 

para engarzar su esperanza en nuevos ojales, 

quizás como yo.

 

Nadie sabrá el esfuerzo que hice

porque la ciudad es anónima,

como todos sus fieles,

y no se reconocen los actos de bonhomía

en su espiral de autismos.

Lo busqué en las esquinas de calles heladas,

aunque digáis que no, aunque dudéis de mi celo,

aunque me denunciéis como si fuera un asesino inmundo

que goza invalidando pruebas policiales

en parajes ubicados donde no llega el bus

y las autoridades ubican aparcamientos sórdidos, 

descampados para que las parejas se amen con vaho 

detrás de los cristales de un coche moribundo

y puedan sobrevivir las nutrias endémicas

apareándose entre las ruedas y comiendo profilácticos.

 

Debí perderla en otro renglón, en el pasaje

comercial de un párrafo que pasé por alto al corregir,

en otra cita inédita de alguna vida que aduje 

para introducir a un secundario:

su dirección sobre el croquis de un bulevar,

la calle sin membrete donde mora el ínclito

y nadie lo conoce por su nombre de pila.

 

O a lo mejor mi subconsciente,

ese que siempre me protege en la ebriedad

y me lleva, sin saber cómo, hasta el regazo de un sillón,

decidió por su cuenta que sabía demasiado sobre mí 

y borró cualquier rastro de aquel personaje

sin decirme nada.

 

 

VOCACIÓN DE NAUFRAGIO

 

 

Hay hombres que rebosan ternura de barco

por sus ojos aeróbicos, por su piel de manzana;

y ponen rumbo hacia lugares donde el mar es harina,

con su equipaje de velas, albero en el alma

y el bizcocho mordido de sus desengaños.

Hombres fieles a una antigua mudanza 

que les marca el principio y el fin de una espera

cuando leen en los ojos de una conocida

la letra suprema de un tristísimo tango. 

Y entonces desembarcan -en la playa morena

de un vientre que aun no tiene letrero-

su arsenal obsoleto de balas perdidas,  

y colonizan la arena con su semen acrílico

para que el próximo nauta se sienta extranjero

y abandone pronto la piel desabrida

de aquella muchacha que hablaba lunfardo.

También hay mujeres con vocación de naufragio

que frecuentan curvas donde todo es posible

y ahogan en champán el olor a manzana

cuando les avisa su radar de un serio peligro,

o de un friso grabado con su fecha de muerte,

o de un letrero luminoso con su alias mediático

anunciando propaganda de labios lascivos

a un precio simbólico, invitación de la casa.

 

Cuando coinciden los hombres con ternura de barco

y esas madonas de acrílicas sienes

que intercambian favores por alfileres de plata

en la triste bocana de un puerto perdido

o en una misma terminal de autobuses o trenes,

se acaba el crédito de las leyendas eróticas 

que concede la lírica a las historias canallas,

se confunden sus cuerpos y sus brazos fornidos

con gentes vulgares que van al trabajo, 

y ya todos vuelven a ser lo miserables que fueron:

hombres que no huelen a nada parecido a una fruta,

mujeres que nunca naufragaron en copas de cava.