Se recibieron más de 120 relatos y se han premiado tres de ellos:
3º La última luz, de Carmen Rey Díaz
2º El Señorito, de Esteban Torres Sagra
1º La penúltima estación, de Miguel Nombela Blázquez.
EL
SEÑORITO
Miraba
siempre como si brindase un toro a la concurrencia. Su pañuelo de seda burdeos
-que en él quedaba varonil- en otro hubiera sido una señal de afeminamiento.
Talle
de novillero y pelo ensortijado hasta descansar sus anillos donde empieza el atril
de los hombros. Ojos del color de las entrañas de la mina. Brazos barnizados de
luna nueva o de soles viejos, en todo caso músculos engastados en bronce y chicuelinas.
Le
gustaba escanciar en sus labios, a la vista de todos, un trago generoso de
coñac de una preciosa petaca plateada en la que destacaban unas iniciales enredadas
que nadie pudo descifrar.
Sendos
hoyuelos de bocamina se formaban en sus comisuras al reír, y su nariz, estrecha
hasta lo imponderable, era más fina que el canto de una peseta.
Y
de nombre… ¡ay! nadie supo su nombre jamás; aunque, como había que llamarlo de
alguna forma, la voz popular se inventó un mote, un alias vulgar con retintín
de daga. Se le conocía en toda la cuenca como “el Señorito” y, cada vez que
alguien lo pronunciaba sin advertir su presencia y luego lo descubría
clavándole las pupilas, le pedía perdón al instante con esa mirada de niño arrepentido
tras ser sorprendido en una desobediencia grave.
Estaban
prendadas de él al menos seis mujeres de bandera, casadas y ricas, a quienes
hacía el rendibú, y un sinfín de solteras de todas las condiciones imaginables,
a las que galanteaba por igual y sin exclusiva.
Él
no se comedía y gustaba de exhibirse también con hembras forasteras que
encendían fósforos de deseo a su paso entre los mirones y envidia rijosa entre
las mujeres que llevaban guardada una carta suya por dentro de los sostenes.
Y
el mismo arte que desplegaba en la seducción se gastaba como barrenero de la
Compañía, su especialidad. Por eso no duraba demasiado tiempo en ningún sitio y
deambulaba por la estribación montañosa de una explotación a otra, atendiendo
las necesidades de cada empresa cuando se hacía necesario su concurso.
Cobraba
un potosí porque se jugaba la vida todos los días con aquellos explosivos del
demonio. Y todo lo que ganaba, siguiendo la misma ley de la mina, lo gastaba en
parrandas, en locales de vicio y con los naipes.
La
mañana del veintidós de septiembre amaneció con luz de funeral, lo dijo el
Tuerto nada más encarar el saliente con su ojo íntegro. Y los presagios suenan
en la mina a evangelio cuando los pronuncia un picador, viejo y curtido en mil
pozos, como el Tuerto.
El
“Señorito” no había dormido aquella noche, como muchas otras, en la cabaña que
tenía asignada al lado de la del ingeniero y enfrente de los barracones de los
demás mineros. Tal vez por eso no oyó la frase y tal vez por eso irradiaba
optimismo cuando se cargó la dinamita al hombro y se encaminó hacia la cabria. No
habría pasado ni media hora cuando una explosión sorda, proveniente de los
entresijos de la tierra, retumbó por los oídos de los mineros que aguardaban en
el perímetro de exclusión trazado por el capataz.
Poco
después se movió la montaña como si corriera con sus toneladas una cortina de
polvo para tapar muy deprisa el esófago de aquel terraplén roído por la
carcoma. Era imposible que le hubiese dado tiempo a salir antes del derrumbe.
Imposible totalmente.
Se
dispusieron para escarbar en cuanto la polvareda se posase, más por una inercia
solidaría aprendida en tantos años de oficio que por la posibilidad de rescatar
con hálito al barrenero.
A
varios cientos de kilómetros de allí, unos días después, un forastero, recién
llegado, paseaba su garbo por el bulevar. Todas las miradas se posaron en su
talle esbelto y él, con un pañuelo de seda burdeos anudado al cuello y un traje
de alpaca gris, pavoneó sus ojos sobre la concurrencia, como si brindase un
toro; bebió un trago generoso de coñac de una preciosa petaca plateada en la
que destacaban unas iniciales que nadie pudo descifrar e incendió el corazón de
varias mujeres con su sonrisa pirómana, hasta que la tarde se perdió,
silenciosa, por los hoyuelos de sus comisuras.
No
era la primera vez, ni sería la última, que “El Señorito” moría en un accidente de la mina para dejar atrás deudas de juego,
pendencias celosas e hijos bastardos sin reconocer.
FIN