No hay campos de concentración en las estrellas y la niñez comienza en Homero. Lebu, en mapuche "torrente hondo", fue el lugar de su fundación en 1917. Sus padres venían del carbón y del hambre de Heráclito, es decir, de la intemperie que es Chile en el permanente aplazamiento de la utopía. Ha pasado el zumbido de su tiempo, y a la cifra de su cábala le seguirá faltando el esquivo siete que completa el círculo del siglo. Dicho así, cuando ya el lecho es otro y el amanecer distinto, ha muerto Gonzalo Rojas. Nada de necrológicas, todos los elegiacos son unas canallas, y el renegado anarca, alejado ya de la pifia mortal del éxito, demorándose en las tablillas etruscas de lo imperfecto, va de camino a la cornisa de sus últimas sílabas, las de no haberle tenido jamás miedo al miedo: "Abro mis labios, deposito en la atmósfera un torrente de sol / como un suicida que pone su semilla en el aire".
Gonzalo Rojas, acaso uno de los más jóvenes entre los expulsados de la falsa república, pertenecía a la genealogía de Rimbaud, los que derribando la gran farsa cronoló-gica de las imposturas literarias levantaron el teléfono de la conciencia que pone en contacto las precarias voces de este mundo con las afinidades sagradas del otro. La poesía concebida como una asamblea republicana de ciudadanos esquivos al eco de sus propias voces. Allí el cráneo de Lautrémont sobre la almohada de Quevedo, la federación de los insurgentes estudiantes universitarios que en la Universidad de Concepción, en los años setenta, siguen siendo los sueños pendientes de ser soñados por Miguel Enríquez. El Gonzalo Rojas que ahora muerto es también el ciudadano sonámbulo que sigue vagando en busca de respuesta por las cercanías de la locura de Hölderlin. "Déjenlo -dijo Huidobro-, Gonzalo es un loco que necesita cumbre". Gonzalo Rojas alumbró la lengua castellana desde un silencio que pareciera haber sido revelado por el relámpago.
Y en esa cumbre de renegado y loco, pájaro desobediente a la bandada, sembrador de raros y remotos balbuceos del idioma entre las premoniciones de Darío, seguirá el poeta arrancándole un puñado de arena a la misteriosa deidad que será siempre para él la deseosa, la poesía amada por el mandarín de los silabarios en su vieja cama con espejos. Así era su vida cotidiana, una conversación entre los muertos de Comala y las chicas que aún sueñan con John Lennon.
Recorrimos muchas veces juntos lugares hoy vencidos por el maremoto y la melancolía de las fraternales pérdidas. Subimos a los volcanes donde el Arcipreste recalentaba las viejas cazuelas de la retórica. Vagamos por Concepción, la ciudad de los lagartos venenosos, con una irrefutable fe en los vencidos y algo más que confianza en el fracaso. Así sucedió con las muchachas, con las espinas del socialismo y el espíritu de las rosas. Primero se exilió en el Báltico, luego en el Torreón del Renegado, con Hilda May, más real que cualquier otra luz de universo que pudiese ser llamada mujer.
Su poesía dio testimonio de lo ominoso en épocas donde el gesto civil era resistencia moral ante la inmolación de los inocentes, tuvo hambre y sed de justicia. No pestañeó ante los amores locos que, desde Safo a los lúcidos proscritos que aparecen orinando de espaldas contra un cuadro de Klee, son el porvenir más bello de los amantes del mundo.
Fue un placer abstracto la desigualdad de su conducta, la sorpresa irremediable del que se ha salido del surco para contar lo que no está escrito ni se espera que cante en la rama del mundo donde también el ruiseñor inmortal es otro. El imperfecto ciudadano, el imperfecto poeta, el imperfecto usuario que acabó con el negocio de los clientes del elogio y la tradición. Sostenía Leautaud que todo libro que hubiera podido ser escrito por otro solo es bueno para echarlo al cesto de los papeles. Ninguna página de Rojas podría haber sido escrita por otro que no hubiera sido él, delicado entre los superiores ángeles malditos, un hombre, un poeta con hocico de animal sagrado.
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