¡Larga vida al certamen de Vilches que ya ha cumplido diecisiete convocatorias en poesía y dos en prosa!
Relato ganador del II certamen PALOMA NAVARRO.
EL BOMBARDERO DE ATXURI.
Viene decidido Iñaki, mi nieto, con un
manojo de recortes en la mano izquierda y el asombro pintado a lápiz en sus
ojos limpios. Entre los papeles ha liberado uno, que porta en la derecha, y que
no distingo bien desde la miopía de mis ochenta y nueve años a causa de la luz
deficiente del atardecer en Atxuri: Es una fotografía del tiempo de maricastaña
y que, de pronto, al enfocarla en la retina y distinguir su contenido, ha
desatado dentro de mí algún saco de esencias que ocultaba mal cerrado, como en
una tienda de azafranes, pimentón y orégano, y que se han expandido como el gas
que fueran antes de solidificarse en el pensamiento, fuera de mí, hacia la
estancia contigua y la sala de estar, como el éter, como una plaga de mariposas
diminutas.
El
nieto me dice que le explique aquello que no acierta a comprender acostumbrado
a los mecanismos de colores de los artilugios modernos, a sus diecisiete años,
¡tan inocente todavía!. Es una foto del primer frontón Euskalduna lo que trae
en su mano, aquel que se llevó la Guerra por delante y sobre cuyo solar
edificarían el segundo unos años después, o es acaso una aldaba virtual en un
corazón anciano, fin para el que fue inventada la fotografía, o tal vez una
espoleta que ha activado la ingente bomba de mis recuerdos, o una bujía que ha
puesto en marcha los cigüeñales de mi espíritu y me ha trasladado a aquella
infancia feliz, con matices, que me tocó vivir en suerte y disfrutar en el
primer cuarto del pasado siglo.
El
sudor olía de otra manera en aquel Bilbao de 1928, o mejor no, lo que aromaba
distinto era la forma de eliminarlo: ese jabón ancestral que las matronas
urgían con restos de despensa y sosa cáustica, o el tal Lagarto, no mucho más
sofisticado en su composición aunque igual de eficaz en su profilaxis. El
frontón calaba los sentidos con el perfume a humedad, a pétalos hervidos, de
sus paredes vetustas. Y nosotros, niños románticos, o así nos veo ahora desde
la perspectiva de los años, con los ojos agrandados de mirar desde la grada una
pelota minúscula y la nariz educada en ordenar los efluvios, quizás al no tener
otro entretenimiento más rentable, grabábamos a fuego lento cada recuerdo en
las pituitarias como si se tratara del último, como si al siguiente domingo mi
padre no fuera a llevarnos al Euskalduna. Desde mi puesto perenne, en la misma
baranda del graderío de arriba cada velada, como el grumete de aquel barco
simbólico, en la esquina contraria al marcador, me empapaba el vaho del
linimento que ascendía desde el vestuario y el adobo de las lociones
extremadamente varoniles del que abusaban los pelotaris, recién duchados y
afeitados, hasta tal extremo que no podía respirar en mitad de aquella orgía de
esencias, tosiendo desde el alma, aunque gozando lo inaudito, hasta casi el
éxtasis, por alguna extraña reminiscencia masoquista que debí heredar de mis
ancestros. Cómo no, las vaharadas de habanos, que podían cortarse con un sable
por lo densas, de los escasos puros que encendían los de tribuna, los más
pudientes, vegueros finos de precios inamortizables para un paladar poco
entendido como el de mi padre por aquel entonces, y el roce manido de los
billetes arrugados, como de naipe viejo, como de cartón mohoso empapado en
aliento de ballena, que se cruzaban en las apuestas más atrevidas, rellenaban
hasta rebosarlo el cántaro de mis percepciones. Además, mi hermano crujía
constantemente pipas tostadas con sus enormes incisivos y escupía al suelo las
cáscaras mojadas y hueras. A mí no me gustaba el sabor de los girasoles, en
cambio me moría por aspirar la salmodia a tueste salado que escapaba de
aquellas lámparas maravillosas y diminutas entre los dientes de Txomin. No sé
si me olvido alguno, supongo que, agazapado detrás de sus mayores, o
inadvertidos por la intensidad de los descritos, debieron pasárseme por alto
retazos o reminiscencias de otras fragancias más sutiles, o quizás las
almaceno, como coleccionista avezado, en recónditos campos neuronales, sin
saber de su existir, sin la consciencia de su posesión, hasta que afloren por
extrañas confabulaciones del sentido y me evoquen su natura y la estampa
preciosa en la que los adquirí sin darme cuenta.
Y
junto a los olores he vuelto a oír el crujido de las chisteras, el balazo
dormido de los pelotazos en la pared verdusca, el chirriar de las suelas
rebeldes sobre la pista, los suspiros disimulados de las muchachas adolescentes
ante aquellos hombres curtidos, las maldiciones con sordina que se cocían entre
los labios de los jugadores y de los que apostaban, los aplausos atronadores,
magnificados por el eco del eco de las palmadas en el espacio cerrado del
Euskalduna…
He
vuelto a pasear por los aledaños y a degustar la gaseosa que nos entretenía
después de los partidos, mientras mi padre juzgaba lo visto con sus amistades
en la barra, libando unos chiquitos y
emulando proezas de sus buenos tiempos
deportistas, no en balde presumía de ser el gran Bengoechea III, deudor de una
gran saga de triunfadores que se remontaba a mediados del siglo XIX con su
abuelo Iñaki y trascendía su buen nombre al “Bombardero de Lezama”, su padre,
tradición gloriosa rota por mí y por el resto de mis hermanos, en absoluto
válidos para este arte por nuestra complexión débil y agilidad nula, y
alardeaba de sus huesos rotos y mal curados en una retahíla de falanges
deformadas por una soldadura defectuosa...
Mi
nieto sigue reclamando mudo, absorto, porque ha debido ver algún retazo de
historia en el fondo blanco y negro de mis ojos, que le otorgue una recreación
detallada, si no del paisaje urbano y sus personajes anónimos, sí al menos de
mis emociones, del porqué de haber guardado aquella vieja lámina casi cien años
en el fondo de una caja de latón, entre otras evidentes.
- Hijo mío, cosas de viejos - le digo, como
espantando las moscas de su curiosidad. Pero él insiste en si alguno de los
jugadores era yo, o mi padre, o algún pariente, creyendo rescatar algún rasgo
común entre ellos y nosotros, por lo que me aprovecho de mi ancianidad y
amparado en la demencia y en la falta de coetáneos que pudieran desmentirme, le
digo que sí, que era yo el de la izquierda, el campeón de Vizcaya durante siete
temporadas en la modalidad de cesta y punta, mi favorita, y que hubo una vez
una ovación de quince minutos en mi honor cuando vencí a Bengoechea III, y le
cuento cómo nos lavábamos al finalizar los partidos con jabón casero, y lo bien
que olían las lociones de afeitar de aquel entonces y que me llamaban el
“Bombardero de Atxuri” en los bares de chiquitos del Casco Viejo y que así
enamoré a su abuela un domingo por la tarde, tras sorprenderla suspirando por
mí durante un partido...
Él, que se sabe de
memoria los milagros caseros de la saga, conoce perfectamente que le miento,
pero no le importa seguirme la ocurrencia y, al terminar, me besa en la frente
con una ternura infinita y deja sobre mí la estela afeminada de un aftershave
americano que acaba por borrar el rastro en mi memoria, quizás para siempre, de
aquellos olores bilbaínos de 1928...