IGLESIA DE SAN PABLO DE ÚBEDA

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Iglesia de San Pablo (ÚBEDA)

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lunes, 27 de marzo de 2017

SEGUNDO PREMIO EN LINARES

Mi relato "LAS MIL CARAS DE MI FE" ha resultado galardonado con el segundo premio del certamen. La entrega de premios será el próximo día 31 de marzo a las siete de la tarde en la Casa Museo Andrés Segovia.
Mi enhorabuena a los otros ganadores.





LAS MIL CARAS DE MI FE


Tengo miedo de creer tanto en ti, Señor, de afiliar mi fe continuamente a tu imagen y de profesarla, unas veces en silencio, recatado e íntimo, y otras, como cuando se acerca la Semana Santa, a la vista pública; como alardeando de ella, como haciendo una demostración innecesaria que, sin embargo, me llena de satisfacción y colma mis sentimientos más profundos.
Es el miedo a perder algo que valoro más que mi propia vida, aunque sea precisamente esa idolatría que te tengo el auténtico fanal que da sentido a mis actos. No concibo la existencia si no es entregándote su fruto. No disfrutaría de las metas si no contara con tus bendiciones. En ti busco mi armonía e intento hacer cómplices de mis principios a todos los que me rodean. Creo que no sirve especular con nuestra conciencia y lavarla en los remansos de la cobardía. Hay que saltar al mundo cada mañana pleno de compromiso y dejarse la piel intentando coronar el puerto de la entrega.
Convivo con una mezcla extraña y antagónica de exhibición y veto, dos caras, seguramente, de una misma moneda, la de mi veneración por ti, que se aceleran cuando las fechas avanzan por los primeros meses del nuevo año. Por eso durante el resto de las calendas me dedico a tareas furtivas, imprescindibles no obstante en el seno de nuestra Cofradía: burocracia y voluntariado para sacar adelante el tedio de la intendencia: Recaudo, ordeno, archivo, dispongo, fotocopio, encuaderno, escribo, lavo, mando fotografías, redacto noticias, obituarios, bienvenidas, despedidas, disculpas; corrijo pregones, catequizo, robo tiempo a mi tiempo, convenzo, mancho mi alma con purpurina y me doy por entero en cada circunstancia. Porque sé que todo es un preámbulo, un protocolo útil, la infraestructura imprescindible que demanda cualquier organización. Y la nuestra lo es. Estamos estructurados para amarte, para serte fieles, para darlo todo y condensar nuestro amor profundo y vehemente en una procesión cada año, aunque no se concreta sólo en eso, Tú lo sabes mejor que nosotros mismos. Sí. Parece que apenas unas horas culminan y dan sentido a doce meses de trabajo ilusionado, de pasión metódica, pero nunca carentes de dirección y guía. Concibo cada instante como un culmen, aunque es cierto y reconozco que la Procesión ejemplifica y da esplendor a todas nuestras vivencias mejor que ningún otro acontecimiento.

Todo templo necesita unas columnas sólidas para sustentarse en el espacio, una base compacta y sólida sobre la que crecer y arropar las incorporaciones de nuevos hermanos y empastar el espíritu de los ya integrados. Y yo me siento pieza fundamental, desde mi modesta contribución directiva, cimiento de mi iglesia, dedicando mi esfuerzo y mi ocio a tan alto y sublime cometido, la mejor forma que conozco de enaltecerte y cultivar mi fe, de practicar tus enseñanzas.
Hay quien dice que Linares es una ciudad fea, industrial en el peor sentido. Que no tiene la suerte de sus hermanas de La Loma, plagadas de monumentos renacentistas únicos, reconocidos por el Mundo entero. Y añaden que nuestra Semana Santa no puede compararse a las suyas por ese paisaje de siglos pasados que acompaña cada estación de penitencia. A quienes esto afirman sólo puedo contestarles que están muy equivocados. Que Linares es un ecosistema único donde se mezclan en amalgama las distintas etnias, las culturas, el saber de una sociedad cosmopolita y moderna, adelantada a su tiempo, una ciudad que se torna impresionante e inigualable en la Semana de Pasión por excelencia, cuando todos nos volcamos desde las asociaciones cofrades, a la sombra de sus pasos preciosos, con el mimo de una madre, en hacer realidad las fantasías, en modelar los sueños de un pueblo grande y fuerte que sobrevive a los imponderables aferrado a la fe y demostrando que se puede ganar al futuro cada batalla, cada escaramuza, cada reto imposible. Y les grito que el paisaje monumental va por dentro, en cada entraña, y que las nuestras están revestidas de oropeles y templanza, de respeto y de silencio ejemplar, de orden y de arraigo, de compromiso y de emoción, como venimos demostrando lustro a lustro.
A medida que se acerca la fecha, un entusiasmo empieza a rodar desde lo alto de nuestra esencia, de mi esencia, en la cota más alta y a la vez profunda del alma, como una insignificante bola de nieve que se va engrandeciendo a medida que discurre por la ladera de nuestra pasión y se  acerca el Viernes. Es por eso que los nervios afloran y creemos que el tiempo es un aforismo puesto en contra de nuestras intenciones, porque todo se aglomera y surgen inconvenientes desde los sitios más insospechados que parece no nos van a permitir iterar el esplendor de otros ejercicios. Entonces, lo tengo por norma, me voy a la capilla de nuestra parroquia, donde reposa nuestra imagen, cualquier tarde del mes de marzo. Me arrodillo a solas. Si me apetece verter mis miedos y mis temores en forma de lluvia, lloro. Si me apetece rezar por mis seres queridos abro mi corazón al Cristo que yace y le entrego mis desvaríos, mis miedos, mi dolor, mis dudas, mi angustia, mi esperanza. Si me apetece encomendarle mis humanas torpezas para que me fortalezca y las soslaye, Él me responde como sólo Dios sabe hacerlo: Sin palabras, sin mover un ápice en su desmayo artístico. Lo hace llenando los pozos de mi inquietud con su hálito, abasteciendo los manantiales esquilmados de mi confianza con avalanchas apacibles de serenidad, los ríos secos de mi entraña con un rocío fresquísimo que los apacienta. Y sale del camarín un hombre renovado, un ser distinto, o, tal vez, el mismo hombre que entró, sólo que con una versión nueva, despojado de sus titubeos y de sus pequeñas elucubraciones, de sus rémoras, un hombre distinto que deja atrás la piel de la serpiente que lo aprisionaba, las escamas del hartazgo que se han ido depositando sobre su cuero en los últimos trescientos sesenta y cinco días.
Y a mi paso se abren las alamedas y mis pies encuentran mullidas las calles linarenses, camino de mi casa. Algo me notan mis allegados porque me miran como a un aparecido, como a un emisario de nuevas que no pueden comunicarse por técnicas convencionales ni con vocablos. Y se contagian, sí, se contagian de mi aura, del plasma emotivo y del positivismo que desprendo, y me convierten en motor de sus ánimos, en la batería recién estrenada que impulsa sus denuedos y optimiza sus tareas, pues la luz novísima nos lleva en andas hacia la plenitud de nuestra creencia. Y es en su virtud, en este nuevo impulso, cuando ya las fuerzas flaquean, cuando perfilamos los detalles más tediosos de nuestra intendencia, esos remates imprescindibles para que seamos ejemplo e imagen de armonía y no desentonemos con el resto de nuestros hermanos en la Semana más grande del año… en este punto justo de inflexión, un tropel de energía se apila en nuestras vísceras y afrontamos la recta final, el sprint postrero, con el ímpetu de los elegidos, de los que no se rinden nunca. Porque somos dichosos, piedras angulares en las que descansa una tradición ímproba, un pretérito esplendoroso que habremos de magnificar y traspasar íntegro a las siguientes generaciones.
Cuando nos vean nuestros hijos en las fotografías, cuando repasen nuestro anuario, nuestras actas, nuestras reuniones, se sentirán henchidos de orgullo por el trabajo que hicimos, que estamos haciendo, sordo a veces y aburrido, tedioso, pero necesario, y querrán abrazar el testigo de la piedad y del fervor como se accede a una herencia preciosa y valiosísima. Y alguno escribirá, como lo hago yo ahora mismo, palabras parecidas a las mías, crónicas personales conteniendo sus lágrimas al sentir tan cerca la emoción y el reto próximo que un año más nos pone a prueba como personas individuales y como testigos activos de una organización tan excelsa.
Vuelvo a Linares. A mi Linares. A respirar su tráfico de hombres y mujeres que transitan por sus venas asfaltadas y portan esa alegría genuina, ese modo de afrontar la vida que tan particulares nos hace y nos distingue del resto de los andaluces. Y miro las chimeneas de las minas, vestigios de un ayer con enjundia que se alzan cual saetas de ladrillo para acariciar el cielo inigualable, y las incorporo a mis latidos cuando se reflejan en el perfil de una lágrima que achaco al aura vespertina y que me molesta reconocer como arpegio de mi sensibilidad. Me baño de brisa por el Paseo de Linarejos y a cada paso se me hinchan los pulmones de prestigio por haber tenido la suerte de nacer en esta ciudad sin parangón y por ser un retal en su tejido, un hilo que se ensarta en la aguja de la tradición, con nombres y apellidos, nada de anonimatos, entregado hasta la médula, sin eludir la responsabilidad a que me obligan mi fe y mi destino.
Y mis hijos me contemplan como a un héroe que vuelve de las Termópilas. Y mi esposa me abraza con un gesto grandioso y una ternura infinitas, como una Penélope de nuestro tiempo, y me dice sin articular ninguna sílaba que es el camino correcto, que lo estoy consiguiendo, que soy capaz de dar forma a mis sentimientos y a mis creencias sin escurrir el bulto, sin excusas, sin anteponer intereses personales a la empresa cofrade a la que pertenezco desde mis raíces, desde que apenas levantaba un palmo del suelo y me alistó mi abuelo en este ejército de hormigas. Y en su abrazo compendia y resume aquel otro que mi madre ofrecía a mi padre cuando él también entregaba su don más preciado, su trabajo, su tiempo y su valentía en aras de engrandecer el acervo inconmensurable al que tenemos el privilegio de pertenecer.


Así entiendo la vida y así lo transmito a mis retoños. No sirve lamentarse y criticar la labor de las personas que se dan sin pedir nada a cambio, no sirve ser espectadores de lujo desde un balcón de una calle principal por la que desfilan nuestros hermanos sin inmiscuirse hasta el tuétano de su idiosincrasia, sin asumir el dolor y el placer del protagonismo, sin notar la llaga o el frío de la sandalia en el pie húmedo, sin que nos duela el hombro al izar al  Cristo yacente.


            Avanzan los días con prisa desmesurada y el almanaque cuece su infusión de contrariedades. Se respira tensión acrisolada en nervios que explotan. Repasamos los detalles como un orfebre los engarces de su mejor joya antes de entregarla a su cliente y descubrimos pequeñas imperfecciones, como no podía ser de otra forma en esta empresa titánica. Duermo poco, presa de una excitación que se repite cada año y que no logro vencer con mi entusiasmo, o tal vez sea una rama principal del mismo y su intranquilidad fructifique en mi denuedo.
Ya está la primavera en los alrededores de Linares dando sus brochazos de verdor exclusivo, barnizando los olivares, despertando las jaras y las genistas. En los jardines y en las plazas, en los arriates y en las macetas que salpican algunos balcones. Pero sobre todo prende dentro de nuestro ímpetu y da color a las adelfas que brillan en el fondo de nuestras miradas.
¡Por fin llega la Semana Santa!. Este año abril se viste de penitente y mezcla los olores del incienso y de la cera con los de los claveles y las rosas, el trino de los pájaros exaltados y díscolos con el silencio proverbial y el comedimiento de los pasos.


Y yo este año me he propuesto procesionar descalzo, prescindir de cualquier suela que mitigue mis llagas o proteja mis plantas de los rigores físicos. Y no se lo he dicho ni siquiera a mi esposa. Sólo deseo notar una mínima parte del dolor que Tú sentiste hace mil novecientos ochenta y cuatro años. Solidarizarme con tu sed. Comprender mejor el último aliento que exhalaste. Interiorizar tu misericordia y tu generosidad: Tú, desnudo en lo alto de la Cruz y yo, así vestido, con esta túnica blanca doliente que representa el espíritu de la esperanza y mi caperuz negro bajo el cual se produce una metamorfosis mística mientras desfilo acompañándote, una regeneración que me reviste de poderes silenciosos para iniciar otro ciclo con tanta o más fuerza que hasta ahora.


El sol calienta la espalda de los costaleros y compensa el escalofrío del sistema nervioso cuando la aldaba golpea el dorado y la voz del capataz quiebra el aire con su voz precisa.





                                                                       FIN