Eres tú –y con este comienzo me viene a la memoria Mocedades-
mi fortaleza.
Aunque no sé si se llamaba fortaleza o a qué otro nombre respondía
ese espacio exento de carreras cuando jugábamos de niños:
El hogar –decíamos- el recinto, la casa, el santuario…
el refugio donde uno podía dejarse reposar tranquilamente
y todo el mundo se paraba,
y todo el mundo respetaba aquel remanso
hasta que por fin volvía el resuello a los pulmones.
Eres certidumbre en los rincones de mis dudas: Si dices sí,
me parece posible cualquier atrevimiento,
cualquier cosa,
aunque a veces incluso asientes sin los labios y a veces
tu silencio amortigua las bisagras que chirrían en mi espíritu
o tu sonrisa lustra con el bajo de su enagua
las alas sucias de mis mariposas y no necesito que me hables.
Si dices no, saltan las alarmas siderales y se activan
los frenos de emergencia de esta locomotora pusilánime;
llueve calma sobre la osadía, se empanan mis surcos cerebrales
y los nimbos que nublaban mi criterio deponen su actitud
sabiéndose advertidos,
porque -cuando se me olvida tu paraguas-
yo me dejo llover muy fácilmente.
Sé de arreboles que madrugan y de cielos poco precavidos
que pagan entrada de tribuna para mirar tus ojos y copiarlos.
Algún día te contaré los denuedos para protegerte de dragones
que te asedian todas las noches en mis pesadillas,
o cómo soy capaz
de dibujar tu contorno en el espacio con la yema de mis dedos
sin equivocar una sola directriz en el ciego esbozo de tu partitura.
No sé si se trata de querer más que cualquiera
-esto no es competencia que pueda aquilatarse-
yo tan sólo mantengo tres certezas grabadas en mi mente a fuego:
No cambiaría estar contigo por nada que pudieran ofrecerme.
Repetiría hasta el infinito cada segundo que hemos disfrutado.
Y la tercera debe ser algo parecido
a acariciar juntos terciopelo o a sentir -como la primera vez que nos besamos-
cada noche de nuevo primerizas
aquellas hormigas revoltosas debajo del embozo.
Nunca escribo poemas de amor y tú lo sabes.
¡Hay tanto junto a ti…! que tal vez lo malgasto y no lo venero como debería,
lo dejo aquilatarse en mi bodega, lo cuelgo en mi memoria
como un abrigo cotidiano que me suelo poner todos los días
y por eso, por el uso deslucido, en su comodidad de tantos años,
no reparo en la calidad de su tejido incomparable y sus hechuras,
aunque, si salgo a la calle sin él, me noto desnudo por dentro;
si le produzco cualquier roce con un restregón de la rutina
lloro a solas sin que tú me veas;
si se aja con la herrumbre de cada aniversario que casi se me olvida
me procuro tu perfume en la droguería de guardia y vuelco su esencia para resarcirme,
y vuelvo a ser consciente del hecho extraordinario
que supone para mí rendirte pleitesía, medirte la cintura,
rozar las pestañas donde nace el torbellino,
enredar nuestros dedos sin querer cuando salimos a la vida,
perder la brújula en tus ojos o asumir la madurez como un regalo,
incapaz ya de afrontar cualquier vicisitud sin ti,
la mejor dádiva posible que pudo el destino depararme.
Para terminar, sólo decirte que te quiero…
porque no sé escribir poemas de amor, tú ya lo sabes.