El pasado viernes tuvo lugar la entrega de premios en Almoradí del XXVII certamen "VILLA DE ALMORADÍ". Resultó ganador Fernando UGEDA CALABUIG, y yo quedé finalista con mi relato "MI POBRE VIRTUDES" que presento a continuación.
MI POBRE VIRTUDES
Me abraza un mastodonte
que dice ser amigo mío. “Que dice ser
amigo mío” pero que yo no recuerdo en absoluto uncido a cualquier tiempo
pasado. Me golpea la espalda con cariño incomprendido y mal casado con su
fuerza. Me zarandea por los hombros como si estuviese ausente y las sacudidas
sirvieran para devolverme el espíritu -o ahuyentarlo más- y estoy casi a punto
de lanzarle un golpe defensivo a la entrepierna cuando ceja en su empeño y se
retira lloriqueando, moqueando, suspirando… Su señora es menudísima, con un
algo de gallina americana, y tiene las mejillas como un polo. Resalta
cómicamente su inferioridad numérica ahora que los veo a los dos juntos de
espaldas y -no sé la causa- pero aunque me empecino en imaginármelos desnudos
en actitud íntima mientras enfilan la puerta, no soy capaz, es que no soy capaz
de visionar la escena.
Incómodo por la
ausencia de mi pobre Virtudes, o mejor, incómodo con su presencia, por su
rigidez, sobrellevo las horas -desde que la encontré difunta- como flotando en
un mar denso. Ella reposa a pocos pasos en un féretro que imita la caoba y
nadie que se acerca la reconoce, como me ha pasado a mí cuando la he visto la
primera vez. Todos los que se aproximan al féretro se miran asombrados. Nadie
la reconoce y -sin palabras- se interrogan sobre su identidad. Como genuina
consecuencia o reacción, se cercioran de no haberse equivocado de sepelio, que
suele ocurrir con más frecuencia de la que admiten las estadísticas funerarias
en estos tanatorios tan modernos, tan distintos, tan iguales. Al verme a mí no
sé si se tranquilizan, o se intranquilizan, o piensan que yo también me he
confundido de entierro y que todo es una charada. O que la muerta era mi amante
y no mi mujer. O que yo no soy yo, en fin, llevo más de treinta horas despierto
y yo soy de mucho dormir. Cuando elucubro y junto más de dos o tres
suposiciones seguidas siempre desbarro, sin contar con los agravantes que hoy
concurren.
Marcos –me dijo que se
llamaba Marcos la primera vez que nos vimos- se dedica en cuerpo y alma a la
nueva empresa que ha formado con Marisa, su pareja, la esteticién con experiencia pero sin trabajo desde hace meses.
Marcos terminó Medicina hace dos años con notas mediocres y empleando algún año
más de lo previsto, yendo a la Facultad cada mañana durante ocho o nueve,
desayunando en la cantina, leyendo revistas especializadas, soñando con ser el
mejor cirujano plástico al sur del Manzanares. “El paro a veces no respeta las
horas invertidas y se ceba con los débiles”, me dijo como para convencerme o
darme pena, antes de que firmase el contrato, aprobando el presupuesto. “Lo del
MIR fue mala suerte”, me contó sin que yo le exigiera explicaciones. Y yo
asentí pensando que hablaba de la estación espacial soviética, aunque sin
entender el intríngulis de su afirmación ni comprender el gafe del dichoso proyecto
ruso. Les surgió la idea una tarde de septiembre en la última terraza del otro verano:
seis cervezas, poca tapa…al principio como broma, al principio; luego como
posibilidad remotísima, como un hilo de luz en un túnel kilométrico. Finalmente
se esculpió sobre un préstamo y una escritura hipotecaria la fantasía de
aquella tarde de septiembre tomando cañas cerca del hipódromo, en una terraza.
Mal aperitivo, bien se acuerda Marcos. Poca inversión y un campo inexplotado.
“Makiya2”, no es que sea especialmente comercial el nombre, pero suena actual y
no son caros, no son caros a la vista de lo que ofrecen a un marido
inconsolable que no sabe negar a su partenaire un último capricho frívolo.
Recuerdo lo obsesionada que estaba últimamente mi pobre Virtudes con el tema de
la cirugía y las veces que yo le quité las ganas con mentiras piadosas. “Para
qué más pecho, si a mí me gustas así, tontina” “¿Unos labios más carnosos?
¡Anda, anda, fíjate en esas actrices: Sus bocas parecen un desatascador de
lavabos”. Y así le desaconsejaba yo cada mejora que ella me proponía venciendo
su timidez.
Adela llora casi
siempre, llora mucho. Cuando no hay necesidad de lágrimas ella las dona,
espontánea. Este es su vicio y su virtud, por eso disfruta en los sepelios.
Tiene un record de asistencias sin homologar por unas tasas que no pagó a la
revista que las certifica, creo recordar en alguna conversación refrita que me viene
a mientes. Otras mujeres provocan carcajadas con sus risas contagiosas y las
llevan a la tele, a los programas de chismeo para que animen el cotarro. Ella
hace llorar a todos los presentes con sus gemidos y sus gestos. Cobra setenta
euros por velada y puede decirse que es la última plañidera de esta ciudad. A
veces la reclaman desde latitudes distantes, pero ella no va porque su marido
se duerme conduciendo y a lo mejor es peor el remedio que la enfermedad. Lleva
hipando -otra especialidad suya paralela- cuarenta y seis minutos seguidos,
aunque en realidad escucha a Carlos Herrera por el pinganillo que disimula bajo
sus guedejas, sujetas con horquillas. Que conste que yo no la he contratado. Es
un bolo altruista por su amistad con mi pobre Virtudes. Su exclusivo adiós.
Pero en realidad, al ver el parecido, constato que se trata de la madre del
médico y que por eso viene y que tal vez todo sea un complot familiar desde el
principio para sacarme los cuartos y encumbrar la empresita.
Don Lorenzo es amigo,
era amigo de mi señora. Su confesor, su párroco, su paño de lágrimas
espirituales. También ha querido sumarse al duelo y también ha pensado que
aquella mujer yacente no era parroquiana suya. Me conoce poco. Me reconforta
con una bendición surrealista, no obstante. No tiene tiempo el hombre. Se
disculpa pronto y hace mutis por el foro para cumplir con más visitas. Él oficiará
el funeral esta tarde a las cinco. “Esta tarde a las cinco”, lo lleva en una
agenda electrónica todo apuntado. Dicen que en Misa lee las lecturas desde una tablet, el muy moderno, y que ha
instalado pantallas de plasma por todo su templo para que ningún feligrés se
pierda detalle de los oficios.
Sin hijos las tardes
se hacen pesadas y tediosas desde que perdimos el escozor de lo desconocido y
la rutina prendió en las faldillas de una mesa. Yo soy todavía medio joven,
medio viejo, medio calvo, medio gordo, medio hombre; aunque ahora no hay raya
entre una cosa y la otra y sería capaz -eso cuchichean dos vecinas sentadas al
fondo de la sala que se creen que no las oigo- a echarme en brazos de otra
mujer así pasen cuatro o cinco lunas. Hablan como los indios, en lunas, no sé
porqué. Y en realidad yo también pienso que soy capaz de liarme con alguien y
tal vez en menos lunas de las que
pronostican.
Siento a mi pobre
Virtudes tan ajena que me avergüenza no experimentar nada por ella: Ni dolor,
ni amor, ni nostalgia, ni pena, ni... La gente dice que el luto va por dentro,
que soy muy fuerte, que todo sale al cabo de unos días… pero estoy aburrido de soportar
los trámites de la concurrencia, de dar las gracias, de sobar las manos
sudorosas, de besuquear las mejillas con colorete de señoras oblongas que se
arremolinan a mi paso y me aconsejan todo tipo de remedios.
A lo lejos una nube
negra se cierne sobre mi horizonte –lo debo haber leído en algún sitio, porque
yo soy de frases más lacónicas- y avanza terrorífica a mi encuentro. Es la
soledad y sí, me amedrenta, a qué negarlo.
No lamento la
inversión -¿qué son mil quinientos euros hoy en día?- Sólo me dijeron que
adecentarían a mi pobre Virtudes y yo pensé que la peinarían y la maquillarían
un poco para contrarrestar la palidez que conlleva morirse. Jamás se me ocurrió
pensar lo que han sido capaces de hacerle. Pero a lo hecho pecho. Sobre todo
pecho, porque no han tenido otra ocurrencia que insertarle unas prótesis
mamarias después de muerta, talla 110, y colocarle una mortaja con descote de
gogó para que luzca su canalillo post
mortem. Así que los amigos míos, verdes como támaras, que no han rezado
nunca, hacen como que oran delante de la caja y están plantados ante ella más
de cinco minutos, dudando de su necrofilia. Porque en los labios y debajo de
los ojos le han inyectado silicona low cost también, de la que dura
veinticuatro horas y luego se disuelve y deja peor la cara de lo que estaba
antes, pero que es ideal para esta tesitura donde el luego no importa
demasiado.
Así no parece mi
cónyuge en absoluto, más bien parece una réplica barata de Pamela Anderson mi
pobre Virtudes. Y ahora que la miro sé que
se ha cumplido su deseo de verse más guapa, más femenina, aunque sea un poco
tarde. Y ahora que la miro y veo los resultados, a pesar del rigor mortis, sólo
pienso en lo imbécil que fui todos estos años por desanimarla.
FIN.