IGLESIA DE SAN PABLO DE ÚBEDA

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Iglesia de San Pablo (ÚBEDA)

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jueves, 26 de junio de 2014

PREMIO DE RELATO "PALOMA NAVARRO"

Grata sorpresa ayer al recoger el premio de poesía PALOMA NAVARRO. El Jurado no me había comunicado que también había ganado el PRIMER PREMIO de relato, así que cuando me nombraron no me di por aludido. Un gesto precioso que no olvidaré nunca y que agradeceré siempre.
 ¡Larga vida al certamen de Vilches que ya ha cumplido diecisiete convocatorias en poesía y dos en prosa!

Relato ganador del II certamen PALOMA NAVARRO.


EL BOMBARDERO DE ATXURI.

Viene decidido Iñaki, mi nieto, con un manojo de recortes en la mano izquierda y el asombro pintado a lápiz en sus ojos limpios. Entre los papeles ha liberado uno, que porta en la derecha, y que no distingo bien desde la miopía de mis ochenta y nueve años a causa de la luz deficiente del atardecer en Atxuri: Es una fotografía del tiempo de maricastaña y que, de pronto, al enfocarla en la retina y distinguir su contenido, ha desatado dentro de mí algún saco de esencias que ocultaba mal cerrado, como en una tienda de azafranes, pimentón y orégano, y que se han expandido como el gas que fueran antes de solidificarse en el pensamiento, fuera de mí, hacia la estancia contigua y la sala de estar, como el éter, como una plaga de mariposas diminutas.
            El nieto me dice que le explique aquello que no acierta a comprender acostumbrado a los mecanismos de colores de los artilugios modernos, a sus diecisiete años, ¡tan inocente todavía!. Es una foto del primer frontón Euskalduna lo que trae en su mano, aquel que se llevó la Guerra por delante y sobre cuyo solar edificarían el segundo unos años después, o es acaso una aldaba virtual en un corazón anciano, fin para el que fue inventada la fotografía, o tal vez una espoleta que ha activado la ingente bomba de mis recuerdos, o una bujía que ha puesto en marcha los cigüeñales de mi espíritu y me ha trasladado a aquella infancia feliz, con matices, que me tocó vivir en suerte y disfrutar en el primer cuarto del pasado siglo.
            El sudor olía de otra manera en aquel Bilbao de 1928, o mejor no, lo que aromaba distinto era la forma de eliminarlo: ese jabón ancestral que las matronas urgían con restos de despensa y sosa cáustica, o el tal Lagarto, no mucho más sofisticado en su composición aunque igual de eficaz en su profilaxis. El frontón calaba los sentidos con el perfume a humedad, a pétalos hervidos, de sus paredes vetustas. Y nosotros, niños románticos, o así nos veo ahora desde la perspectiva de los años, con los ojos agrandados de mirar desde la grada una pelota minúscula y la nariz educada en ordenar los efluvios, quizás al no tener otro entretenimiento más rentable, grabábamos a fuego lento cada recuerdo en las pituitarias como si se tratara del último, como si al siguiente domingo mi padre no fuera a llevarnos al Euskalduna. Desde mi puesto perenne, en la misma baranda del graderío de arriba cada velada, como el grumete de aquel barco simbólico, en la esquina contraria al marcador, me empapaba el vaho del linimento que ascendía desde el vestuario y el adobo de las lociones extremadamente varoniles del que abusaban los pelotaris, recién duchados y afeitados, hasta tal extremo que no podía respirar en mitad de aquella orgía de esencias, tosiendo desde el alma, aunque gozando lo inaudito, hasta casi el éxtasis, por alguna extraña reminiscencia masoquista que debí heredar de mis ancestros. Cómo no, las vaharadas de habanos, que podían cortarse con un sable por lo densas, de los escasos puros que encendían los de tribuna, los más pudientes, vegueros finos de precios inamortizables para un paladar poco entendido como el de mi padre por aquel entonces, y el roce manido de los billetes arrugados, como de naipe viejo, como de cartón mohoso empapado en aliento de ballena, que se cruzaban en las apuestas más atrevidas, rellenaban hasta rebosarlo el cántaro de mis percepciones. Además, mi hermano crujía constantemente pipas tostadas con sus enormes incisivos y escupía al suelo las cáscaras mojadas y hueras. A mí no me gustaba el sabor de los girasoles, en cambio me moría por aspirar la salmodia a tueste salado que escapaba de aquellas lámparas maravillosas y diminutas entre los dientes de Txomin. No sé si me olvido alguno, supongo que, agazapado detrás de sus mayores, o inadvertidos por la intensidad de los descritos, debieron pasárseme por alto retazos o reminiscencias de otras fragancias más sutiles, o quizás las almaceno, como coleccionista avezado, en recónditos campos neuronales, sin saber de su existir, sin la consciencia de su posesión, hasta que afloren por extrañas confabulaciones del sentido y me evoquen su natura y la estampa preciosa en la que los adquirí sin darme cuenta.
            Y junto a los olores he vuelto a oír el crujido de las chisteras, el balazo dormido de los pelotazos en la pared verdusca, el chirriar de las suelas rebeldes sobre la pista, los suspiros disimulados de las muchachas adolescentes ante aquellos hombres curtidos, las maldiciones con sordina que se cocían entre los labios de los jugadores y de los que apostaban, los aplausos atronadores, magnificados por el eco del eco de las palmadas en el espacio cerrado del Euskalduna…             

            He vuelto a pasear por los aledaños y a degustar la gaseosa que nos entretenía después de los partidos, mientras mi padre juzgaba lo visto con sus amistades en la barra, libando unos chiquitos y
emulando proezas de sus buenos tiempos deportistas, no en balde presumía de ser el gran Bengoechea III, deudor de una gran saga de triunfadores que se remontaba a mediados del siglo XIX con su abuelo Iñaki y trascendía su buen nombre al “Bombardero de Lezama”, su padre, tradición gloriosa rota por mí y por el resto de mis hermanos, en absoluto válidos para este arte por nuestra complexión débil y agilidad nula, y alardeaba de sus huesos rotos y mal curados en una retahíla de falanges deformadas por una soldadura defectuosa...
            Mi nieto sigue reclamando mudo, absorto, porque ha debido ver algún retazo de historia en el fondo blanco y negro de mis ojos, que le otorgue una recreación detallada, si no del paisaje urbano y sus personajes anónimos, sí al menos de mis emociones, del porqué de haber guardado aquella vieja lámina casi cien años en el fondo de una caja de latón, entre otras evidentes.
- Hijo mío, cosas de viejos - le digo, como espantando las moscas de su curiosidad. Pero él insiste en si alguno de los jugadores era yo, o mi padre, o algún pariente, creyendo rescatar algún rasgo común entre ellos y nosotros, por lo que me aprovecho de mi ancianidad y amparado en la demencia y en la falta de coetáneos que pudieran desmentirme, le digo que sí, que era yo el de la izquierda, el campeón de Vizcaya durante siete temporadas en la modalidad de cesta y punta, mi favorita, y que hubo una vez una ovación de quince minutos en mi honor cuando vencí a Bengoechea III, y le cuento cómo nos lavábamos al finalizar los partidos con jabón casero, y lo bien que olían las lociones de afeitar de aquel entonces y que me llamaban el “Bombardero de Atxuri” en los bares de chiquitos del Casco Viejo y que así enamoré a su abuela un domingo por la tarde, tras sorprenderla suspirando por mí durante un partido... 
            Él, que se sabe de memoria los milagros caseros de la saga, conoce perfectamente que le miento, pero no le importa seguirme la ocurrencia y, al terminar, me besa en la frente con una ternura infinita y deja sobre mí la estela afeminada de un aftershave americano que acaba por borrar el rastro en mi memoria, quizás para siempre, de aquellos olores bilbaínos de 1928...                               

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