Mi relato "MI AMIGO MANOLITO" ha sido galardonado con el segundo premio en el certamen PUNTOFINAL de Quinto (Zaragoza)
MI AMIGO MANOLITO
El cementerio de mi pueblo es pequeño, tan pequeño que solo tiene un par de calles minúsculas; dos hilos cortitos de lápidas que se cruzan entre sí al llegar a una plazuela, no del todo redonda, presidida por una cruz grande en el centro. Es como una rotonda para peatones. Y hay una frase, escrita en una bufanda de piedra que cuelga de la cruz, sacada del Evangelio, que dice: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”.
La he leído mil veces. La leo cada vez que vengo y aún sigo sin saber qué significa: a los mayores, si les preguntas por las cosas de la Muerte, les cambia la cara y nunca te responden nada que te aclare algo.
Es un sitio al que siempre que vas no encuentras a nadie dando vueltas por allí, aunque todo está repleto de flores -no sé quién las pondrá porque nunca hay gente- por lo general, de plástico; flores que se dejan poco a poco su color a fuerza de aguantar la lluvia y el aire, el sol y los pájaros, las avispas y el granizo, aunque yo creo que es la soledad la que más desgasta sus pétalos artificiales; pétalos que al final se desintegran en los dedos como si fuesen de ceniza y dejan un polvillo oscuro, como de ala de mariposa, y un esqueleto de alambre oxidado. Aunque también las hay de verdad, flores de verdad, quiero decir, la mayoría amanojadas en ramilletes secos. Las flores naturales duran muy poco desde que las dejas: dos o tres semanas como mucho; por el calor -dicen- y por el viento, por la lluvia, por el granizo, por las avispas… pero yo creo que también, o sobre todo, por la soledad.
Suelo ir con mamá. Mientras ella friega el mármol donde están enterrados sus padres y sus abuelos; es decir, mis abuelos y mis bisabuelos, con una bayeta y un cubo de agua con lejía, yo correteo sin parar entre las lápidas y me subo por ellas como si fuera Spiderman; o, si me llevo el balón, regateo a los ángeles que hay esculpidos por las esquinas de los panteones y chuto con fuerza sobre la entrada de la capilla, que me sirve de portería.
Cuando me harto de saltar y de esconderme de los villanos imaginarios que me persiguen, me paro y les digo que ya está bien, que no quiero jugar más y que me dejen en paz de una vez; y, entonces, hago lo siguiente que más me gusta en el cementerio: mirar las fotografías de los que están enterrados y sacar las cuentas de su edad: es muy fácil, solo hay que restar dos cantidades y ya sabes los años que tenía.
La mayoría murieron a los ochenta y tantos, por ejemplo: Eligio Perales Luna, un vejete sin dientes que aparece sonriendo debajo de un sombrero antiguo, nacido en 1901 y muerto en 1988, a quien no olvidarán nunca sus hijos Palomo y Sebastiana; o Milagros Jumilla Calderón, que vivió entre 1930 y 2012: tiene los labios oscuros y la foto debe ser de cuando se casó, pues no tiene arrugas y parece una actriz de películas en blanco y negro, con los ojos tan grandes que no le caben en la cara. Luego hay otros que tengo que preguntar a mamá si he hecho bien la cuenta o no, porque me resultan cantidades muy pequeñas, como 5, ó 22, ó 19. Cuando le digo el nombre y los años que me salen en el sustraendo, ¡no!, en el sustraendo no… en el minuendo, ¡no, en el minuendo tampoco!... ¡en la diferencia!, ella generalmente se pone muy triste y me habla de cómo se fueron -siempre conjuga el verbo “irse” para hablar de los muertos- y quiénes eran sus padres, o hermanos, o novias, o amigos. Mamá conoce perfectamente a todas las familias del pueblo y se lía a hablar de los detalles, de cómo “se marcharon” tan pronto, por lo común a causa de un accidente de coche o por una enfermedad maligna que se llama “cáncer” o “tumor”, según el médico que te toque en suerte.
Otra cosa que hago es una lista con todos los nombres que se usan para referirnos a ellos: finado, difunto, fallecido, muerto, cadáver, exánime, alma, espíritu, fantasma, espectro…(si sabes alguno más, por favor, mándame un correo) y el último que he incorporado es “idos”, en honor a la costumbre de mamá con el dichoso verbo.
Un día me encontré una calavera, en realidad la descubrí. Fue al día siguiente a una nube de verano con pedrisco que descarnó la tierra. Vi algo relumbrar con el sol y me puse a escarbar con un palo a su alrededor hasta que saqué el cráneo de alguien. Me lo metí debajo de la cazadora y me llegué hasta el grifo de la entrada para quitarle los restos de tierra, que ocupaban el lugar de los ojos y la parte de dentro, sin que me viese mamá.
Mola un montón. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a mi amigo Agustín. Lo escondo entre unas adelfas que hay junto a la tapia cuando nos vamos y siempre que vengo, desde entonces, juego con “Manolito”. El nombre me lo he inventado y le viene como anillo al dedo. Unas veces lo pongo en lo alto de una cruz y me sirve de vigilante para cuando me persiguen los villanos - me avisa moviendo un poco la mandíbula cuando los ve- y otras lo utilizo, si me llevo una pelota, como poste: él es uno de los lados de la portería y el otro suele ser la mochila en la que mamá trae sus trastos de limpiar las tumbas -porque a mamá no le gusta que dé balonazos sobre la puerta de la ermita- El larguero ya es cosa de mi imaginación.
Ella se quedó de piedra el día que me descubrió con él y tuve que asistirla con un poco de agua porque casi se desmaya sobre el bote de la lejía, con la bayeta en la mano y todo. Dijo que ya no me iba a llevar más al cementerio, que era pecado jugar con los muertos, ¡pecado mortal!; aunque, por su tono, no la vi muy convencida de que fuera tanto pecado hacerse amigo de una calavera. Por eso sigo acompañándola -pienso que también porque le da un poco de reparo venir sola- aunque tuve que prometerle que cavaría un hoyo bien profundo en el sitio en el que la encontré y que devolvería a Manolito otra vez a la tierra de donde lo saqué. Cada vez que voy le llevo un manojo de flores recién cortadas y le quito las marchitas del bote del nescafé.
Yo no distingo mucho en qué nos diferenciamos los unos de los otros, los vivos de los muertos. En el fondo somos casi iguales: nosotros vivimos en el pueblo, ellos en el cementerio; nosotros tenemos nuestras casas, ellos sus sepulturas y sus nichos; todos somos conocidos por un nombre y por unos apellidos que están escritos en los buzones o grabados en las losas, según; todos dependemos de unas fechas que nos marcan: a unos solo el comienzo, a otros el comienzo y también el final; nosotros venimos a traerles flores, ellos nos dan las gracias en silencio por no olvidarlos nunca desde los ojos de sus fotografías.
Están en otra dimensión, eso sí, como en un videojuego cuando eres muy hábil y vas pasando pantallas, hasta que terminas la partida batiendo el récord y necesitas un nuevo reto, un nuevo mundo o algo parecido, como pasar del modo “easy” al “hard”, o al “extreme”.
Lo suyo debe ser otra fase que aún no comprendemos, pero estoy seguro que forma parte de nuestro mismo juego, aunque cambie la versión, y por eso, supongo, que no tiene que ver mucho la edad para morirse.
Cuando sabes lo suficiente y superas las dificultades, o tienes suerte y evitas las trampas ocultas con los trucos aprendidos en internet, alguien, o algo, te llama para que formes parte de su equipo estrella y entonces dejas de vivir en el pueblo y te mudas al cementerio, como si estuvieras en una concentración de deportistas.
No lo entiendo de otra forma y por ello cuando algún familiar o conocido decide “irse”, como dice mi madre, no me entristezco demasiado: yo sé que ha subido de nivel, que ha recibido la llamada del entrenador porque ya era suficientemente bueno en lo suyo, porque ya era suficientemente bueno en esto de vivir.
Siempre que me deja mamá, la acompaño al velatorio del finado, del cadáver, del difunto, del fiambre, del espíritu… Procuro acercarme a la caja despacito y, cuando nadie mira, susurro cerca de la oreja del recién “ido” que haga el favor, si lo ve, de darle muchos recuerdos a Manolito de mi parte.
FIN