HISTORIA DE MAYTE
Sin maquillaje. Sin historia que contar. Sin adrenalina.
Sin vistas al mar ni a la montaña
Mayte se muerde las uñas y las sombras
echada en una cama de faquir.
Su teléfono no suena desde mil novecientos
noventa y tantos y eso ametralla su clarividencia.
Solo recibe cartas anónimas de una sucursal
y felicitaciones navideñas de las compañías
que le menguan el sueldo mes a mes.
Piensa que a lo mejor no tiene amigas:
aunque en su facebook aparecen tres,
dos de Canadá y otra de Palencia
que tiene como foto de presentación
un reloj de pared y algunos gatos.
Pero enseguida culpa del agravio a la sociedad,
a su madre, a la educación pueblerina
que la marcó con su hierro incandescente
cuando tuvo que elegir el camino más corto
para conseguir llegar a ser nadie.
Los días pasan anodinos.
Nada excita su imaginación
cuando repasa las páginas de la niñez
o guarda en el congelador su ropa íntima.
Le sería fácil maldecir, pero no maldice.
Sale con disfraz al exterior del edificio algunas veces,
solo cuando le falta avituallamiento,
y se prueba una sonrisa en el “todo a cien”.
Compra migrañas de la marca que anuncia
su televisor y se desnuda de espaldas al espejo
antes de abrir la cremallera de su cutis:
cada vez le gusta menos reflejarse en él.
Luego no concilia el sueño y, por casualidad,
descorcha una botella de elucubración
para celebrar otro aniversario,
mientras rellena una solicitud
donde pone por escrito su arrepentimiento.
Nunca debió aceptar aquella prejubilación
tan ventajosa, tan cruel, tan miserable.
La encontraron muerta sobre un papel
a punto de firmar la rendición.
a punto de firmar la rendición.
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