La taberna es un muro de cal cuyo refugio nos impregna con su olor a otros tiempos, olor que se aferra al aliento y nos devuelve, en pequeñas dosis, los recuerdos que su barra ha ido atesorando a lo largo y ancho de los lustros.
Mientras consumimos la vida en sus altares, las bayetas se obstinan en deslindar las migrañas de los sueños a base de lustrar los cromos y los grifos donde brota la cerveza, de pulir los expositores que preservan los manjares del aliento bacteriano bajo sus urnas de cristal y agua caliente.
A mi lo que me encanta es ese espíritu bohemio e ir contigo por comerme a tientas tus muslos de pistacho y patatillas, tras susurrarte románticas promesas rebozadas en harina, huevo y pan rallado; aunque en realidad lo que busco es habitar en la bruma de tu vientre aceitunero, en el abismo de tus ojos almendrados y poder morder cada día tu nariz alcaparreña entre sorbos de vino expósito, subido a mi amado taburete.
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