Ganador de la IX edición del premio de Tanatocuentos
El ganador de la IX edición del premio de Tanatocuentos de la Revista Adiós, galardonado con
1.500 euros y patrocinado por Grupo Funespaña, ha sido el relato "No acaba de salir Torcuato"
escrito por Esteban Torres Sagra. El autor es de Aldeahermosa de Montizón, provincia de Jaén. Es funcionario de carrera y actualmente trabaja como director en la oficina del Servicio Público de Empleo Estatal (INEM) de Úbeda (Jaén)
El portavoz del jurado ha querido destacar que ha resultado finalista el cuento titulado "El Secreto" de Juan Pardo Vidal.
El jurado lo han compuesto este año Jesús Pozo (Periodista y director de la revista Adiós), Nieves Concostrina (escritora y periodista), María del Mar Fornovi (Abogada), Emiliano Cascos
(Redactor jefe de La Razón), Pilar Estopiñán (Periodista y guionista), Encarnación Orozco (Abogada), Carlos Santos (Periodista y escritor) y Francisco Pérez (responsable de la biblioteca del Centro Andaluz de Fotografía).
Al concurso se han presentado 437 relatos.
NO ACABA DE SALIR TORCUATO.
- ¡Que dice don Lorenzo que podéis traerlo ya, a rastras o como sea, pero ahora mismo, que si no no lo entierra hoy, y para mañana es tarde!.
El problema de la demora consistía en las dimensiones de Torcuato. Un zagalón de Mulas que se murió de repente mientras roncaba y que medía más o menos dos metros de alto, uno y pico de espalda y otro de cintura, y en peso superaba, supera, a un eral del Durazno.
Paca, La Codorniz, dice que ella vivió un caso similar con su abuelo El Topo, barrigón del siglo pasado al que hubo que dividir para poder sacarlo del corral, donde murió de indigestión de higos. Cuando ha dicho dividir todos hemos pensado en la tabla de multiplicar y en una cuenta en la pizarra de don Fidel, pero en seguida nos ha sacado del error cuando ha referido los utensilios del mencionado evento: un serrucho de leñador y un hocino de media vuelta. Eran otros tiempos, con menos medios mecánicos y menos escrúpulos, se disculpa.
Casimiro chisquea la lengua sobre el paladar y no ofrece alternativa. Es el encargado del coche fúnebre y cuando trajo las sillas para la vela ya advirtió que ataúdes tan grandes sólo entran en las habitaciones de pie y desarmados, la tapa por un lado y lo principal por otro, pero que luego para salir no hay forma, ni arrancando las puertas de los pernios, ni poniéndolo al bies.
El entierro es para las siete. Era. Ya marca el reloj las siete y media y no hay trazas de cortejo. Don Lorenzo se seca el sudor con la boca manga de la sotana mientras se asoma a la esquina con toda su cohorte de monaguillos y beatas. Viendo que la partida del casino se le está fastidiando decide intervenir y se presenta en la casa del finado, contra la costumbre del pueblo, sin avisar a nadie. Entra tronando y santiguándose a un tiempo, vocifera en voz baja y reparte bendiciones anónimas, sin destino, por los portales de la casa y la cocina. Remedios no sabe qué hacer ante el cura y se arrodilla para besarle el anillo, o la mano, o lo que acierta. Un grupo de hombres forcejea con la caja, la dejan en el suelo, la prueban otra vez por el hueco de la puerta, la giran, la marean, pero no encuentran la forma de sacar el artefacto sin derribar algún tabique, opción que alguien piensa en voz alta y desarma a los portadores que no saben si es la solución definitiva, o si tomarlo a broma. Don Lorenzo más calmo por el atisbo de solución, pinta una medio sonrisa en mitad de sus hoyuelos y se acerca a Abelarda la madre política de Torcuato y dueña de la casa para decirle a la oreja que en cinco minutos se presenta con los misales y los hisopos y le oficia las honras allí mismo, y que luego habrá tiempo para sacarle buenamente cuando la gente se haya dado por cumplida y vuelvan a sus quehaceres y a sus cosas. Gertru, la viuda, está pendiente de la jugada y parece leerle los labios al sacerdote. Sin culpa por la situación y azuzada por treinta horas sin sueño se desboca sobre el costado del representante de la Iglesia y bufa cuantos insultos acuden a su lengua, destacando sobre todos el de granuja, cabrón y sinvergüenza, pronunciados con ansia, con delectación, como si hubiera liberado una jauría de mastines que llevara dentro desde niña. No acierta el párroco a balbucear, ni a buscar los ojos de nadie como apoyo y sólo se entreoye: “si yo era por vuestro bien, por agilizar, por...” Y la Gertru más encandelada todavía proclama a los cuatro vientos que a su Torcuato no lo hace de menos nadie, ni vivo ni muerto, y que a la iglesia va aunque sea con los pies por delante, que es una frase hecha no demasiado bien traída, dadas las circunstancias.
El monaguillo retrasa el tercer toque más de cuarenta y cinco minutos. Los corrillos en la Plaza de la Iglesia comentan el altercado y lo aderezan con la sal del pueblo. Alguno se va aburrido a su casa y da por bueno el velatorio como cumplimiento y como pésame con la familia, pero son los menos. Ha venido mucha más gente que no tenía pensado hacerlo y engrosan las pláticas. Al pasar don Lorenzo las criaturas se callan. Va como alma que se lleva el diablo. Demudado y del color de las amapolas entre el sofoco del calor y el encare de la Gertru.
En la casa del muerto nadie osa decir palabra ni proponer solución al problema de la puerta. Al final es la madre del difunto, venida desde Mula en un taxi sin aire acondicionado, en mitad de la siesta del día anterior, la que toma la voz cantante y le exige a su actual marido, padrastro del finado, que tome cartas en el asunto y haga valer los pantalones. Al hombre aquello le viene grande y le cambia la tez como a los camaleones, entre el violeta y el bermejo, según le mira la murciana o el resto de la concurrencia, que si antes de la visita del páter eran unos treinta derramados por toda la casa, ahora se han juntado al menos cien vecinos. El señor se envalentona en un repente y se pone a dirigir a todo el mundo. Exige un mantón de la aceituna o un paño de matrimonio. A la Gertru le han dado calladera desde la ida del clérigo y sin mediar palabra asoma con dos mantas de cuadros azules que guardaba en el arca. El de Mula, que no es de Mula, sino de Atarfe, ordena a Casimiro, el funerario, que abra el cofre y todos se quedan azules al oír sus palabras. El arcón está refrigerado para evitar el hedor de los humores de aquel corpacho, por lo que Casimiro rebate la iniciativa argumentando que está prohibido por Sanidad tal apertura si no es en presencia del Juez o de algún representante de la Justicia debidamente acreditado en su defecto, que nadie entiende lo que significa exactamente, aunque no hace falta. Lo dice como sabiendo lo que dice y los presentes miran al hombrecillo de Atarfe con desprecio por haber intentado volcar la carga sobre unos paños y arrastrar el cuerpo por los pasillos hasta la acera. El calor es insoportable y al citar el hedor hace un rato, a casi todos se les ha puesto un tufo en la nariz que no saben bien si real o imaginario, hasta tal punto que, disimuladamente, se escabullen hasta los corrales o la calle, a través del gentío, y se oyen arcadas desde ambas direcciones.
Don Fidel, ya jubilado, ha sido durante decenios maestro en el pueblo y por sus manos han pasado el ochenta por ciento de los allí presentes y de los ausentes. Por ello se le tiene un gran respeto y se acude a él como hombre bueno en particiones y reyertas de familias. Sentado en un rincón desde las dos, ha permanecido en silencio e inadvertido, hasta que Manolillo, el Tuerto, ha reparado y dirigiéndose a él en voz alta le ha pedido consejo como portavoz de todos. Al septuagenario no se le ha debido pasar nada válido por las mientes, porque si no, conociéndole, ya hubiese aportado su sabiduría y su experiencia al asunto de Torcuato, que más sabe el diablo por viejo que por diablo, pero simplemente ha advertido que no se puede tolerar más la situación, considerando que la siesta está haciendo mella en el ánimo y en la temperatura de los cuerpos, y al decir cuerpos ha mirado de reojo al catafalco, una señora arca de pino que ocupa, descansada sobre dos empentas, más de la mitad de la alcoba, de la que han desaparecido la cama y las mesillas para dejar el hueco necesario, habitación que muestra su estrechez hoy más que nunca a los ojos de todo el pueblo. En ella hay una ventana que da al corral, bueno a un porche emparrado que se usa como cenáculo en las veladas del estío. Desde el otro lado de la ventana Aurelio, el hijo pequeño de la Gertru, habido en primeras nupcias, un chaval de once años, avispado y ocurrente, tras medir por encima con un metro de modista sacado de la caja de los hilos de su abuela, llamando a su madre desde el alféizar, y gritando para imponerse al barullo de la estancia en general, ha dicho:
- ¡Madre!, y digo yo... que por qué no sacamos a padre (llamaba padre al difunto sin que en realidad lo fuera) por la ventana del corral y luego lo pasamos por encima del bardal a la casa de Josefa, y desde su gallinero lo colamos al de doña Eustaquia, la del Durazno, que tiene los pasillos anchos y las puertas de dos hojas, y ya puestos que salga a la vía por la calle Real, donde tiene la fachada el caserón.
Mudos se fueron contagiando hasta el tranco la ausencia de palabras. El mocoso había dado la solución al problema al corroborar con el metro su intuición. Salió volando Casimiro hasta las casas contiguas para pedirles permiso a las dueñas, que no se podían negar ante un caso de tanta magnitud, y, azuzados por la ocurrencia, los mocetones del pueblo pidieron paso hasta el dormitorio y la parra, desencajaron las hojas de la ventana exterior en un santiamén, y entre catorce o quince lo izaron y atravesaron la bocana primero y luego, con otros esparcidos por los corrales vecinos, traspasaron las medianas de las casas y por fin alcanzaron la puerta principal de doña Eustaquia, la dueña del Durazno.
Así terminó un día largo en Callejones. Así se ganaron el apodo desde entonces la Gertru y su hijo Aurelio, y dejaron de ser conocidos por los muleros (por aquello de ser de Mula el segundo marido) para darse al bien ganado mote de Saltabardales.