IGLESIA DE SAN PABLO DE ÚBEDA

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Iglesia de San Pablo (ÚBEDA)

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martes, 25 de noviembre de 2014

RELATO "LA ESPADA Y LA LUZ"

A continuación transcribo el relato que a juicio del Jurado ha merecido el galardón de "LA NOCHE DE LAS QUIMERAS". Se trataba de escribir en directo durante una hora y cuarto, en un salón del palacio Vela de los Cobos de Úbeda, un relato en el que había que incluir obligatoriamente la frase "el mariscal Jorge Robledo", aventurero ubetense de principios del XVI. Casi no me dio tiempo ni de releer lo que sucede y he preferido no corregirlo para que no pierda encanto.

LA ESPADA Y LA LUZ


No estoy aquí por caprichos de las musas, ni por un afán de incrementar mi currículum literario con un nuevo trofeo para mi vitrina. Tal vez el año pasado sí respondía a este dictado mi concurrencia. Reto de literatura en vivo y en mi ciudad. Me sentía como el mariscal Jorge Robledo a la busca de EL Dorado, pero con otras limitaciones, otro tiempo y otra voluntad menos épica, como podrán comprender ustedes, miembros del jurado. Y me presenté con mi viejo portátil en una mano y ese afán que nos lleva a los escritores a oliscar los estímulos. Vine con un rumor de palabras y con retazos de viejas historias grabadas a fuego en la piel de mi alma, como ventaja, pensaba yo en aquel momento, sobre mis adversarios y con un gálibo de autoestima añadido y forjado en tantos años de hilvanar sílabas y hacer que éstas representen sobre la liturgia blanca de una pantalla de ordenador una nimia parte de mis sentimientos. Éramos pocos los llamados a pasar la tarde fría de noviembre ordenando delirios y leyendas, quimeras y pasiones en un lóbrego local aderezado deprisa para albergarnos. Cuando comencé a escribir, tras una primera vacilación en el enfoque y un retractarme a tiempo, parecía que un halo de inspiración se hubiese posado sobre mi cabeza y transmitiera en morse o yo no sé de qué otra manera, un ejército ordenado de vocablos que iban llenando la página de mi computadora sin apenas transiciones o lapsus importantes. Así terminé el primero mi obra breve, lacónica pero aguerrida, insustancial pero a la vez portadora de dones literarios fácilmente discernibles por un lector avezado. Tal vez por ello no me sorprendió la llamada del día siguiente en la que se me concedía el galardón: ¡Enhorabuena, ha sido usted el ganador del premio de relato “La noche de las Quimeras”! – fue su escueto comunicado. Después me aclaró la hora y el lugar de aquel duelo tan agradable en el que se me haría entrega del precioso trofeo, como decía antes, otro más con el que poblar el anaquel barroco de mi estantería.
Recuerdo el acto con nitidez. Algo sencillo y a la vez gratificante para el ego de un autor. Recibí, no alcanzo a reproducir el nombre de la autoridad encargada de hacerme la entrega, el saludo afectuoso y el trofeo, al que no alcanzo a definir sin la angustia interior que me acompaña desde entonces. Hice hueco al lado de una placa de unas Justas Poéticas, entre un diploma petrificado en mármol y una escultura pequeña que representaba una pluma en cristal de murano, grabada con el nombre de la localidad convocante. Procedí a colocar “el trofeo” ubetense y ya comprendí, tal vez las sensaciones inexplicables usan siempre ese lenguaje de escalofríos para anunciarnos su voluntad, que mi vida iba a cambiar desde ese momento, aunque a decir verdad ni en mis peores pesadillas podía intuir en qué modo.
A eso de las tres de la madrugada un fuerte impacto me arrojó de los mullidos brazos de Morfeo a los de mi mujer, sobresaltada y lívida, quien me abrazaba como primera reacción al intempestivo tropel. Tras reaccionar con entereza blandí la espada que conservamos de nuestro enlace nupcial a guisa de tizona y me dirigí al salón cual un Cid del siglo XXI, en pijama de rebajas, en pos del origen sonoro. Me asaltó una tos nerviosa, que debe ser la defensa de nuestro sistema simpático para alertar al enemigo de nuestra presencia y ponerle en huida, cuando iba por el pasillo hacia el salón. Conecté todas las luces y sin saber cómo así una linterna, tan inútil en semejante circunstancia como molesta.  “La espada y la luz”, pensé en un arrebato intermedio como título para un futuro relato. Y de ese modo advertí, con una  sonrisa exagerada por un manojo de neuronas que volvían a sus puestos tras su disposición bélica, que sólo había sido el trofeo de cristal, ese que llevaba grabado el nombre de una ciudad perdida donde una vez fui galardonado, el que había producido el estruendo al hacerse trizas sobre el terrazo. No obstante no llegué a tranquilizarme del todo cuando observé el rictus –al menos a mí me lo pareció- entre burlón y desafiante del trofeo recién conquistado, como si quisiera darme a entender que había sido él el causante del accidente de su compañero de repisa, algo tan ilógico como improbable, pero que sumó otra canasta de tres puntos a favor del escalofrío.
Todo hubiese sido fruto de mi imaginación febril y literaria, y así lo pensé durante las siguientes jornadas, de no ser porque a la semana exacta de aquel desaguisado, se repitieron los hechos. La misma hora. El mismo o mayor estruendo y una nueva víctima, esta vez  el trozo de mármol grabado con mi nombre, que acabó –no entiendo tanta dureza para acabar así- convertido en diez o doce guijarros blancos y deformes donde podían leerse letras sueltas que hasta hace poco conformaban mis apellidos. Al entrar al salón sólo miré el trofeo de la “Noche de las Quimeras”, el cual me retaba con su mirada mil veces más desafiante y una sonrisa maquiavélica que sobrecogía.
Como intuirán ustedes, miembros del Jurado, aunque no lo entiendan todavía hasta que no alcance a darles las explicación definitiva, los sucesos siguieron repitiéndose cada vez con mayor frecuencia hasta dejar limpio de galardones la parte superior de la librería que uso –usaba- a modo de expositor de honores, panoplia de momentos álgidos en mi ilusa carrera, emuladora de Cervantes, por la que me gustaba pasear la vista las tardes de poco ingenio para recordarme que alguna vez había dado con la tecla de la calidad, según atestiguaban con su testimonio aquellas reliquias. Ahora campeaba como dueña absoluta y señora feudal de aquel páramo el “Trofeo de la Noche de las Quimeras”.   Infeliz de mí, pensé que con aquello terminaría mi pesadilla, la que comenzó esta noche de hace un año con la consecución del premio de la edición pasada. Pero no. El espíritu burlón de aquella pieza artesana siguió martilleándome los pensamientos, hasta tal punto que en estas dos últimas semanas, cuando voy alcanzando el estado de duermevela que precede al sueño, oigo una voz entre felina y de ultratumba que me susurra machaconamente “¡ dame un hermana si quieres que acabe este suplicio, dame una hermana si quieres que acabe este suplicio…!”
No sé si la locura se está instalando en mí, fruto quizás de otros excesos o si en realidad introduje en la intimidad de mi casa un enemigo indescifrable que no sé de qué puede ser capaz de ahora en adelante. Tras un instante de lucidez esta mañana he creído ver la luz , la luz mística, no la de la linterna de marras, y he deducido que se estaba refiriendo a que le consiguiera la figura de este año, a su hermana, según mi entendimiento, por lo que he acudido con esa angustia vital de la que hablaba al principio a esta velada creadora, no por ganar en sí, si no por intentar acallar la maldición de la Noches de las Quimeras. Suplico vuestra comprensión.

FIN         

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