La niña nunca entraba a la habitación de la abuela. Decía que notaba manos mesándole el cabello y alas suaves rozando sus hombros la última vez que lo hizo; pero su padre estaba empecinado en quitarle el pánico a la fuerza, por eso la obligaba a entrar a oscuras.
Le susurraba muy cerca del oído:
Le susurraba muy cerca del oído:
- ¡No seas pendeja! En México no le tenemos miedo a la Muerte, cuantimás a las patrañas...
Anoche, tras forzarla a traspasar el umbral y transcurridos unos minutos de silencio, el hombre abrió la puerta y comenzó a llamarla, en voz baja primero y a voces después. Creyendo que le faltaba al respeto, dio la luz y, al cabo, comprobó que no había nadie en la alcoba. Empezó a buscarla debajo de la cama, detrás de las cortinas y en el armario, creyendo que se trataba de una broma infantil, hasta que de repente se cerró la puerta y se hicieron las tinieblas más densas que recordaba.
Las alas se transformaron en tallos de zarza -que le sajaban los hombros- y la manos acariciadoras en uñas de rata que le despellejaban el cráneo.
Cuando empezó a gritar sólo obtuvo por respuesta el eco de unas carcajadas histéricas que le parecieron de su hija y un susurro muy cerca de su oreja:
Las alas se transformaron en tallos de zarza -que le sajaban los hombros- y la manos acariciadoras en uñas de rata que le despellejaban el cráneo.
Cuando empezó a gritar sólo obtuvo por respuesta el eco de unas carcajadas histéricas que le parecieron de su hija y un susurro muy cerca de su oreja:
- ¡No seas pendejo! En México no le tenemos miedo a la Muerte, cuantimás a las patrañas...
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