Había oído el joven Millán historias variopintas, repletas de enjundia, todas extraordinarias, referidas a un varón al que achacaban santidad en toda la comarca de Haro y su zona de influencia; alguien que vivía en el retiro de los Riscos de Bilibio dedicado a la meditación y al rezo, abrazando los postulados más ortodoxos del anacoreta, sin contacto asiduo con nadie. Cierto que había bastantes varones por aquellos parajes riojanos con ese mismo estilo de vida, con esos mismos parámetros espirituales, alejados de toda vicisitud terrena para dedicarse a la contemplación, pero era sin duda aquel de Bilibio quien más admiración despertaba, con diferencia, entre los habitantes de los pueblos limítrofes.
Dichas habladurías incendiaron el alma del muchacho en su natal Berceo, por lo que estuvo varias semanas elucubrando a solas cómo llegar, primero, y luego la manera de conocer a semejante hombre y que accediera a compartir con él su sabiduría y las demás dotes morales que lo acompañaban. Tanto es así que por fin se decidió a abandonar el pastoreo, y a su familia, y se puso en el camino que había de llevarle a conocer a Felices, tal era el nombre del personaje que se dedicaba a Dios en cuerpo y alma por las cumbres cercanas a Haro.
La sierra era abrupta y los caminos se empecinaban en buscar los últimos cresteros con pendientes imposibles para caminantes incautos, aunque él estaba acostumbrado a las veredas serpenteantes y a los pradillos en alto porque había llevado desde que era niño por sitios parecidos, o aún peores, a pastar el rebaño de su padre. Había que dar pasitos cortos y apoyarse en un sólido cayado de roble para avanzar por las rampas y mantener el equilibrio sin precipitarse por ningún despeñadero. Descansar de cuando en cuando y beber agua fresca del cantarillo que se guarda en el zurrón, y comer queso curado con un buen mendrugo de pan para que la cuesta no rapte en un santiamén la fuerza de los músculos y la debilidad exponga al quien progresa a la atracción del vértigo.
“No se puede estar más cerca de Dios”, iba pensando el joven mientras ascendía por los vericuetos a encontrarse con el eremita, a quien propondría ser su discípulo y compartir vivencias en aquellos territorios. Sin duda que, a poco que acertasen los lugareños con su calidad cristiana, el buen Felices accedería a sus pretensiones, si bien no acababa de tenerlas todas consigo, pues los ermitaños, además de fervorosos y píos, es sabido que suelen albergar rarezas de espíritu que los hacen especiales y huraños, rarezas que se incrementan con tantas horas de soledad y silencio en medio de la nada, pasando penalidades y con escasez de viandas para paliar las crisis de fe, que de seguro las habría.
Hacía más de una hora que Felices, instalado en un saliente sobre un pequeño precipicio, había distinguido la figura de un muchacho que ascendía y ascendía entre los riscos con desparpajo poco común. Seguro que se habría perdido y el sahumerio de la lumbrecilla en la que cocía algunas hierbas le serviría de guía y orientación. Compartiría con él el guiso insustancial y se pondría al corriente de su procedencia y habilidades, mostrándole las estampas que desde la altura a la vista se ofrecen en atalaya tan gigante. Luego le indicaría el camino de Haro y le daría su bendición y alguna sobra para la vuelta. No es que estuviese sobrado de víveres ni acostumbrado a las visitas, pero de vez en cuando alguien se acercaba a sus dominios y le solía traer algún alimento para hacer más llevadero su ascetismo, como temprano agradecimiento a la par que se solazaba escuchando sus simples, pero acertadas, elucubraciones sobre cualquier menester o cuita que atosigaban al recién llegado. El forastero se iba admirado y en paz consigo mismo, dejando entre los Riscos su pesadumbre y adquiriendo una visión esclarecedora del problema que le había traído hasta allí o viendo la trascendencia de sus asuntos desde un punto de vista más relativo a la sombra de Felices.
- ¡Ten cuidado, muchacho, las piedras sueltas suelen traicionar, donde menos cuesta hay la confianza del pie, que ya se cree a salvo de sus asechanzas al coronar lo peor de la pendiente y se deja engañar! – tronó el vozarrón de Felices desde lo alto del riscal.
- ¡El Señor sea consigo, hermano! -respondió Millán una vez repuesto del susto que las palabras del anfitrión le habían producido, por inesperadas- pero no soy atolondrado y mis pies aquilatan la costumbre de triscar por el monte, aunque le quedo muy agradecido por el consejo.
Pronto comprobó el joven que la personalidad embaucadora de Felices era sin duda mayor de lo que le habían contado y su magnetismo también estaba muy por encima de las expectativas. Hablaba con un aplomo tal que parecía que se inventase los nombres de las cosas y su seguridad hacía sentirse a uno a salvo de cualquier rigor o duda.
Entablaron conversaciones banales sobre la procedencia del joven, como tanteando el terreno espiritual de aquel que se hacía llamar Millán, aunque el eremita enseguida comprendió que el visitante no andaba perdido en absoluto por los montes como al principio creyó, al menos no con esa clase de pérdida que solo depende de las estrellas o de los puntos cardinales y que se soluciona corrigiendo el rumbo con unas pequeñas indicaciones sobre el itinerario a seguir. Probablemente sí estaba extraviado, o mejor confuso, en su interior, pues pronto pudo leer en las nobles entrañas la necesidad de cobijo y orientación que demandaba el de Berceo. Por eso Felices se adelantó a sus pretensiones y dejó obnubilado al futuro discípulo cuando le ofreció que se hospedara en su misma cueva y que permaneciera con él hasta que encontrase lo que venía buscando. El silencio y la soledad, su ayuda y su bendición obrarían en su alma el pequeño milagro del conocimiento y de la verdad, esa óptica humilde que despeja las tinieblas del corazón y la cabeza al mismo tiempo.
Y fueron transcurriendo los meses con el fortalecimiento de los vínculos entre los dos, una amistad enriquecedora con tentáculos místicos en la que los diálogos fluían entre ambos en beneficio mutuo y armonía.
Una velada, casi al principio de llegar, Millán comenzó preguntando a su maestro, a quien a veces llamaba Félix y otras Felices:
- ¿No os sentís fuera de época, de la sociedad jarrera, ajeno a los hechos que acontecen, en pocas palabras: preso de vuestra propia voluntad? ¿Acaso no es esto una cárcel impuesta por vos mismo? ¿Qué rédito se obtiene de tanta meditación y tanto rezo? ¿Quién responde? ¿Dónde está Dios cuando se le necesita y por qué permite tanta crueldad, tanta injusticia, tanto dolor en el mundo?... – y así fue desgranando la madeja endrina que invadía su corazón con todas las sombras y disquisiciones que albergaba desde que tenía conocimiento y conciencia, cuando era pastor, mientras el rebaño pacía en los montes de Berceo y él aprovechaba para interrogarse.
Felices se mantuvo callado durante varios minutos, como si estuviese rumiando aquella andanada de introspecciones que acababa de hacer públicas el buen Millán.
- ¿Preso, decís? Mirad qué cárcel me aprisiona: el cielo arriba. La tierra, de la que obtengo todo lo que necesito, bajo mis pies, hermosa; el aire como barrote y el tiempo como un aderezo innecesario. El paisaje indescriptible para solaz del espíritu y las necesidades mínimas que impone Natura y que me son fáciles de satisfacer al no exigirme bienes, ni propiedades, ni legados, ni lujos, ni pasiones, ni caprichos, ni ostentaciones. ¡Cuán poca materialidad mundana realmente es imprescindible! A solas hablo conmigo mismo y me respondo, acaso con asesoría divina, de tal manera que obtengo siempre certidumbre a mis demandas, las cuáles no están influenciadas por intereses sociales ni económicos. Y al cabo todo lo ajeno, todo lo exterior a mí mismo, me es superfluo, insustancial, prescindible. El silencio transmite sosiego y en el propósito de despojarme las vestiduras metafísicas que protegen, pero también marcan y encarcelan el espíritu, cada despertar me brinda un triunfo hacia la desnudez, hacia la esencia misma de mi persona…
El joven, treinta años menor, comenzó a asimilar la verdadera razón de aquella existencia tan plena en contra de lo que pareciese a primera vista, y fue tornando sus criterios desde el faro de las palabras del maestro hasta convertirse, en los tres años que vivieron juntos en los Riscos de Bilibio, en otro santo varón a la sombra de aquel hombre sencillo y tocado por el dedo de la providencia.
Y al final se despidieron porque Millán entendió que debía comenzar otro camino, esta vez entre los hombres. Se sentía preparado y capaz de ayudar a muchos semejantes con su descubrimiento interior, pues había aprendido de Felices que cada uno puede ser útil de muchas maneras y que todas son válidas si se ejercen con honestidad.
FIN
Por estos riscos anduve, místico y laboral, hace unos años:
ResponderEliminarANTE LA ERMITA DE SAN FELICES DE BILBIO
Alcazaba de fe, risco de luz,
atalaya en un mar vivo de vides,
océano de sangre germinal
que regará la tierra con batallas
venideras de vino y de leyenda.
Coronando la roca blanca imagen
de San Felices la encendida barba
al vuelo de los buitres contrapone.
La ermita en sombra está cerrada, y muda
la campana que circundan oraciones
y alas sobre el paisaje abierto y claro.
Se atisba libertad. A lejanía
huele; a vida, paz, sol, a cielo huele,
a viento que en azules gira y ora
con la verde plegaria de la tarde
esmaltada de sueños y de polen.
Pasa el Ebro cercano recogiendo
primitivo fervor hacia altas torres,
levantado pilar sobre los siglos.
Y mi alma fatigada, irreverente,
gentil, pasa sedienta de sencillos
milagros y vinícola esperanza.
(Haro, 2015)
Gracias, Jesus, por el poema y por visitarme.
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