A continuación lo comparto:
Todo empezó cuando me llevé a Álvaro conmigo a un viaje paterno/filial que debía suponer el abordaje de otra etapa en nuestra relación, un tanto impersonal y lejana hasta entonces. De nulo compromiso y poco en común por las obligaciones y los horarios. Posiblemente la primera vez que hacíamos algo los dos juntos, aparte de cenar o compartir el baño.
Él acababa de cumplir quince y no mostraba ninguna vocación clara ni interés excesivo por asignaturas o profesiones concretas. Era un niño tímido e introspectivo, lo fue siempre, casi sin amigos; apenas hablaba con nadie y se dejaba llevar por la corriente de lo cotidiano. Sin embargo, en un mes debía elegir, sí o sí, la especialidad en su matrícula de bachiller. Una decisión sencilla que, no obstante, por su trascendencia, marcaría la orientación de su vida y su futuro.
Pensé que sería buena idea -ya iba siendo hora- que conociese el pueblo de sus ancestros, en el que al menos tres generaciones precedentes de apellido “Landero” habían radicado su existencia. A mí, que cada vez vengo menos por la dichosa distancia y los quehaceres, regresar a sus calles me conforta siempre, me colma con una paz que no encuentro en ningún otro sitio y me riega el pensamiento con fugaces cangilones de nostalgia, haciéndome ver las cosas con otra perspectiva, verdeciendo mis puntos de vista cuando tengo que tomar alguna decisión difícil.
A Álvaro le había contado algunas anécdotas sueltas de mi niñez aquí. Aunque a él le pareciera que lo hacía por presumir de que mi infancia fue mucho más feliz que la suya y más interesante, en realidad mi deseo iba por otros derroteros: solo pretendía que no se dejara llevar por la fiebre de los dispositivos electrónicos y los juegos virtuales y viviese de otra manera distinta esta etapa irrepetible de tendencias y descubrimientos, poniendo en alza valores como la aventura, el compañerismo y las actividades al aire libre que tan lejos estaban en su pauta infantil por su propia idiosincrasia, pero también por la vorágine de la prisa y la dictadura de la tecnología.
Fuimos a mi colegio, pues yo fui corazonista, y desde fuera -era sábado- le mostré las distintas dependencias con humedad en los ojos: las aulas en las que recibí educación, el patio de recreo, las canastas y las porterías, los nombres de los maestros que forjaron mi esencia y los de los compañeros entrañables con quienes hice realidad quizás el mejor tiempo que guardo en mi memoria… emociones incomprensibles para él, todavía ajeno al concepto de añoranza.
La verdad es que no mostró la más mínima curiosidad por ninguna de mis explicaciones, salpicadas de vivencias que pretendían hilvanar una época díscola de mi pasado con otros episodios más espirituales y trascendentes, tal vez como resumen bastante aproximado, o guía práctica, para conocerme un poco mejor y poder explicarse algunos rasgos de mi personalidad y de mi trayectoria.
Cada día me arrepiento de haber vendido la casa de mis padres, pues desde entonces se han ido dilatando cada vez más los viajes, hasta tal punto de que, en sus quince años, Álvaro era la primera vez que visitaba Haro y para mí creo que constituía la tercera o la cuarta en todo ese lapsus de tiempo.
Paseamos por las calles principales, el centro histórico, la iglesia de Santo Tomás y el jardín botánico. Me pareció buena idea llevarle a una bodega de las muchas y extraordinarias que jalonan su geografía; aunque no tiene edad aún, procuro que se eduque en una cultura milenaria y que sepa de sus señas de identidad, sus costumbres culturales, sociales y económicas y la forma de entender la vida para los que amamos el vino de esta tierra.
Poca, o nula, emoción de mi vástago en los descubrimientos conjuntos de mi patria chica, más pendiente de su móvil y su música que de las casas señoriales que jalonan la plaza Mayor, con su templete y la Casa Consistorial.
Comimos, al menos yo, opíparamente en un restaurante cercano, haciendo honor a los manjares típicos y a un par de copas generosas servidas en su temperatura exacta, algo que cuesta mucho comprender como importante y crucial en las ciudades del sur al servir un caldo. Mi hijo se pidió una hamburguesa con patatas fritas y un refresco de cola sin azúcar: tengo que invertir más tiempo en educar sus gustos, en encarrilar sus prioridades, en imbuirle que la gastronomía es una forma hermosa de impregnarse de los sitios y disfrutar más. Pero mi ilusión no se marchita fácilmente, así que, después de un café como Dios manda, caminamos hasta el coche; él creyendo que regresábamos al hotel o incluso que volvíamos ya a Córdoba, y yo con las pupilas brillantes por dos motivos: el primero, porque iba a refrescar mis recuerdos de los Riscos de Bilibio –adonde íbamos de excursión cuando adolescentes- para visitar la cueva, rezar en la ermita del Santo y desparramar la vista desde algún crestero. El segundo motivo era la seguridad en que Álvaro iba a rendirse, por fin, a la belleza del entorno y en que el periplo hasta tal mirador despertaría su admiración por mi pueblo, sus paisajes, sus leyendas y su Historia.
Acostumbrado a las redondeces de Sierra Morena, esta serranía le impresionó por su desnudez y sus aristas. Pude apreciarlo en la expresión de su cara. Cuando alcanzamos el promontorio donde se alza la estatua del ermitaño más famoso de la región, por fin salió de sus labios la pregunta que yo esperaba con impaciencia como un detonante:
-Papá, ¿quién era el señor “Fe-li-ces”?
Como un resorte, un aluvión de palabras hilvanando frases pugnaron por deshacerse en mi lengua y comencé a contarle la vida de San Felices o, por lo menos, un resumen amplio y atropellado. Que era un niño muy especial a quien desde casi su nacimiento le brotó una fe robusta y que la mayor parte de su vida la dedicó a profundizar en ella como eremita, solo en esta cueva, sin ninguna comodidad. Que rezaba todos los días y leía mucho, viviendo con poco hato y acercándose más a Dios a cada instante. Que fue ejemplo de saber y de bonhomía y que se acercaban hasta su aposento muchas personas a pedirle consejo y a empaparse de su espíritu piadoso. Que otro santo, San Millán, pasó varios años aprendiendo de él y que fueron muy amigos. Y aquí estuvo hasta que un ángel le confirmó que ya estaba preparado para otras misiones. Que se le atribuyen numerosos milagros y que sigue despertando respeto y veneración en toda la comarca jarrera.
Algo raro noté, no sé si en sus ojos o en su piel erizada. En su cambio de actitud corporal o en cómo guardó los auriculares sin darse cuenta y dejaron de ser un apéndice artificial de sus oídos para escucharme mejor en mis comentarios sobre Felices. Lo cierto es que su pecho parecía henchirse de aquel aire fresco de los Riscos. Su cabeza iba asimilando lo que oía como lluvia en un desierto. No sé qué mecanismo se puso en marcha en su espíritu, hasta entonces apático por todo, pero algo dormido en su interior comenzó a despertarse.
Han pasado treinta años desde entonces, desde aquel viaje iniciático que cambió nuestras vidas -más la suya- con el descubrimiento inesperado de una vocación tan exigente. Álvaro sintió en su alma el llamamiento -quizás nos visitó el mismo ángel que a Millán- en aquellos riscos y orientó su camino como émulo de Felices, descubriendo que le apetecía profundizar en el conocimiento de él mismo como prólogo en el conocimiento de Dios. Por eso, cuando llegó la hora de decidir, con gran sorpresa para su madre -para mí no tanto- optó por solicitar plaza en el seminario diocesano de la provincia y estudiar Teología.
No era muy corriente ni comprensible que un joven se mostrase tan seguro del camino a seguir. Y menos por esta vía que conllevaba tantos compromisos y renuncias. Tras las dudas iniciales, pronto nos dimos cuenta de que era muy feliz disfrutando de aquel tesoro interior que había descubierto y, al cabo, se ordenó como sacerdote con las mejores notas. Había superado su timidez para hablar en público y vencido las barreras para llegar a la gente con el desarrollo de una extraña empatía, no sé heredada de quién; aunque también disfrutaba de largos periodos de retiro espiritual al modo del santo de Bilibio en esos mismos lares, como contrapunto a su vertiente social.
Escribo esta amalgama de recuerdos de aquella visita que tanto nos marcó, yo, que soy de poca escribanía, con lágrimas incontenibles, porque no quería dejar que se borraran de mi memoria aquellas impresiones en este día tan especial: acaban de anunciarle a Álvaro -me llama desde el mirador, bajo la estatua de san Felices, adonde ha ido para dar gracias y rezar en su ermita- que será nombrado próximamente el obispo más joven de la diócesis de La Rioja.
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