Mi relato "LAS MIL CARAS DE MI FE" ha resultado galardonado con el segundo premio del certamen. La entrega de premios será el próximo día 31 de marzo a las siete de la tarde en la Casa Museo Andrés Segovia.
Mi enhorabuena a los otros ganadores.
LAS MIL
CARAS DE MI FE
Tengo miedo de creer tanto en ti, Señor, de afiliar mi fe continuamente a
tu imagen y de profesarla, unas veces en silencio, recatado e íntimo, y otras,
como cuando se acerca la Semana Santa, a la vista pública; como alardeando de
ella, como haciendo una demostración innecesaria que, sin embargo, me llena de
satisfacción y colma mis sentimientos más profundos.
Es el miedo a perder algo que valoro más que mi propia vida, aunque sea
precisamente esa idolatría que te tengo el auténtico fanal que da sentido a mis
actos. No concibo la existencia si no es entregándote su fruto. No disfrutaría
de las metas si no contara con tus bendiciones. En ti busco mi armonía e
intento hacer cómplices de mis principios a todos los que me rodean. Creo que
no sirve especular con nuestra conciencia y lavarla en los remansos de la
cobardía. Hay que saltar al mundo cada mañana pleno de compromiso y dejarse la
piel intentando coronar el puerto de la entrega.
Convivo con una mezcla extraña y antagónica de exhibición y veto, dos
caras, seguramente, de una misma moneda, la de mi veneración por ti, que se
aceleran cuando las fechas avanzan por los primeros meses del nuevo año. Por
eso durante el resto de las calendas me dedico a tareas furtivas, imprescindibles
no obstante en el seno de nuestra Cofradía: burocracia y voluntariado para
sacar adelante el tedio de la intendencia: Recaudo, ordeno, archivo, dispongo,
fotocopio, encuaderno, escribo, lavo, mando fotografías, redacto noticias,
obituarios, bienvenidas, despedidas, disculpas; corrijo pregones, catequizo, robo
tiempo a mi tiempo, convenzo, mancho mi alma con purpurina y me doy por entero
en cada circunstancia. Porque sé que todo es un preámbulo, un protocolo útil,
la infraestructura imprescindible que demanda cualquier organización. Y la
nuestra lo es. Estamos estructurados para amarte, para serte fieles, para darlo
todo y condensar nuestro amor profundo y vehemente en una procesión cada año,
aunque no se concreta sólo en eso, Tú lo sabes mejor que nosotros mismos. Sí. Parece
que apenas unas horas culminan y dan sentido a doce meses de trabajo
ilusionado, de pasión metódica, pero nunca carentes de dirección y guía. Concibo
cada instante como un culmen, aunque es cierto y reconozco que la Procesión ejemplifica
y da esplendor a todas nuestras vivencias mejor que ningún otro acontecimiento.
Todo templo necesita unas columnas sólidas para sustentarse en el espacio,
una base compacta y sólida sobre la que crecer y arropar las incorporaciones de
nuevos hermanos y empastar el espíritu de los ya integrados. Y yo me siento pieza
fundamental, desde mi modesta contribución directiva, cimiento de mi iglesia,
dedicando mi esfuerzo y mi ocio a tan alto y sublime cometido, la mejor forma
que conozco de enaltecerte y cultivar mi fe, de practicar tus enseñanzas.
Hay quien dice que Linares es una ciudad fea, industrial en el peor
sentido. Que no tiene la suerte de sus hermanas de La Loma, plagadas de
monumentos renacentistas únicos, reconocidos por el Mundo entero. Y añaden que
nuestra Semana Santa no puede compararse a las suyas por ese paisaje de siglos
pasados que acompaña cada estación de penitencia. A quienes esto afirman sólo
puedo contestarles que están muy equivocados. Que Linares es un ecosistema
único donde se mezclan en amalgama las distintas etnias, las culturas, el saber
de una sociedad cosmopolita y moderna, adelantada a su tiempo, una ciudad que
se torna impresionante e inigualable en la Semana de Pasión por excelencia,
cuando todos nos volcamos desde las asociaciones cofrades, a la sombra de sus
pasos preciosos, con el mimo de una madre, en hacer realidad las fantasías, en
modelar los sueños de un pueblo grande y fuerte que sobrevive a los
imponderables aferrado a la fe y demostrando que se puede ganar al futuro cada
batalla, cada escaramuza, cada reto imposible. Y les grito que el paisaje
monumental va por dentro, en cada entraña, y que las nuestras están revestidas
de oropeles y templanza, de respeto y de silencio ejemplar, de orden y de
arraigo, de compromiso y de emoción, como venimos demostrando lustro a lustro.
A medida que se acerca la fecha, un entusiasmo empieza a rodar desde lo
alto de nuestra esencia, de mi esencia, en la cota más alta y a la vez profunda
del alma, como una insignificante bola de nieve que se va engrandeciendo a
medida que discurre por la ladera de nuestra pasión y se acerca el Viernes. Es por eso que los nervios
afloran y creemos que el tiempo es un aforismo puesto en contra de nuestras
intenciones, porque todo se aglomera y surgen inconvenientes desde los sitios
más insospechados que parece no nos van a permitir iterar el esplendor de otros
ejercicios. Entonces, lo tengo por norma, me voy a la capilla de nuestra
parroquia, donde reposa nuestra imagen, cualquier tarde del mes de marzo. Me
arrodillo a solas. Si me apetece verter mis miedos y mis temores en forma de
lluvia, lloro. Si me apetece rezar por mis seres queridos abro mi corazón al
Cristo que yace y le entrego mis desvaríos, mis miedos, mi dolor, mis dudas, mi
angustia, mi esperanza. Si me apetece encomendarle mis humanas torpezas para
que me fortalezca y las soslaye, Él me responde como sólo Dios sabe hacerlo:
Sin palabras, sin mover un ápice en su desmayo artístico. Lo hace llenando los
pozos de mi inquietud con su hálito, abasteciendo los manantiales esquilmados
de mi confianza con avalanchas apacibles de serenidad, los ríos secos de mi
entraña con un rocío fresquísimo que los apacienta. Y sale del camarín un
hombre renovado, un ser distinto, o, tal vez, el mismo hombre que entró, sólo
que con una versión nueva, despojado de sus titubeos y de sus pequeñas
elucubraciones, de sus rémoras, un hombre distinto que deja atrás la piel de la
serpiente que lo aprisionaba, las escamas del hartazgo que se han ido
depositando sobre su cuero en los últimos trescientos sesenta y cinco días.
Y a mi paso se abren las alamedas y mis pies encuentran mullidas las calles
linarenses, camino de mi casa. Algo me notan mis allegados porque me miran como
a un aparecido, como a un emisario de nuevas que no pueden comunicarse por
técnicas convencionales ni con vocablos. Y se contagian, sí, se contagian de mi
aura, del plasma emotivo y del positivismo que desprendo, y me convierten en
motor de sus ánimos, en la batería recién estrenada que impulsa sus denuedos y
optimiza sus tareas, pues la luz novísima nos lleva en andas hacia la plenitud
de nuestra creencia. Y es en su virtud, en este nuevo impulso, cuando ya las
fuerzas flaquean, cuando perfilamos los detalles más tediosos de nuestra
intendencia, esos remates imprescindibles para que seamos ejemplo e imagen de
armonía y no desentonemos con el resto de nuestros hermanos en la Semana más
grande del año… en este punto justo de inflexión, un tropel de energía se apila
en nuestras vísceras y afrontamos la recta final, el sprint postrero, con el
ímpetu de los elegidos, de los que no se rinden nunca. Porque somos dichosos, piedras
angulares en las que descansa una tradición ímproba, un pretérito esplendoroso
que habremos de magnificar y traspasar íntegro a las siguientes generaciones.
Cuando nos vean nuestros hijos en las fotografías, cuando repasen nuestro
anuario, nuestras actas, nuestras reuniones, se sentirán henchidos de orgullo
por el trabajo que hicimos, que estamos haciendo, sordo a veces y aburrido,
tedioso, pero necesario, y querrán abrazar el testigo de la piedad y del fervor
como se accede a una herencia preciosa y valiosísima. Y alguno escribirá, como
lo hago yo ahora mismo, palabras parecidas a las mías, crónicas personales conteniendo
sus lágrimas al sentir tan cerca la emoción y el reto próximo que un año más
nos pone a prueba como personas individuales y como testigos activos de una organización
tan excelsa.
Vuelvo a Linares. A mi Linares. A respirar su tráfico de hombres y mujeres
que transitan por sus venas asfaltadas y portan esa alegría genuina, ese modo
de afrontar la vida que tan particulares nos hace y nos distingue del resto de los
andaluces. Y miro las chimeneas de las minas, vestigios de un ayer con enjundia
que se alzan cual saetas de ladrillo para acariciar el cielo inigualable, y las
incorporo a mis latidos cuando se reflejan en el perfil de una lágrima que
achaco al aura vespertina y que me molesta reconocer como arpegio de mi
sensibilidad. Me baño de brisa por el Paseo de Linarejos y a cada paso se me
hinchan los pulmones de prestigio por haber tenido la suerte de nacer en esta
ciudad sin parangón y por ser un retal en su tejido, un hilo que se ensarta en
la aguja de la tradición, con nombres y apellidos, nada de anonimatos,
entregado hasta la médula, sin eludir la responsabilidad a que me obligan mi fe
y mi destino.
Y mis hijos me contemplan como a un héroe que vuelve de las Termópilas. Y
mi esposa me abraza con un gesto grandioso y una ternura infinitas, como una Penélope
de nuestro tiempo, y me dice sin articular ninguna sílaba que es el camino
correcto, que lo estoy consiguiendo, que soy capaz de dar forma a mis
sentimientos y a mis creencias sin escurrir el bulto, sin excusas, sin
anteponer intereses personales a la empresa cofrade a la que pertenezco desde
mis raíces, desde que apenas levantaba un palmo del suelo y me alistó mi abuelo
en este ejército de hormigas. Y en su abrazo compendia y resume aquel otro que
mi madre ofrecía a mi padre cuando él también entregaba su don más preciado, su
trabajo, su tiempo y su valentía en aras de engrandecer el acervo
inconmensurable al que tenemos el privilegio de pertenecer.
Así entiendo la vida y así lo transmito a mis retoños. No sirve lamentarse
y criticar la labor de las personas que se dan sin pedir nada a cambio, no
sirve ser espectadores de lujo desde un balcón de una calle principal por la
que desfilan nuestros hermanos sin inmiscuirse hasta el tuétano de su
idiosincrasia, sin asumir el dolor y el placer del protagonismo, sin notar la
llaga o el frío de la sandalia en el pie húmedo, sin que nos duela el hombro al
izar al Cristo yacente.
Avanzan
los días con prisa desmesurada y el almanaque cuece su infusión de
contrariedades. Se respira tensión acrisolada en nervios que explotan.
Repasamos los detalles como un orfebre los engarces de su mejor joya antes de
entregarla a su cliente y descubrimos pequeñas imperfecciones, como no podía
ser de otra forma en esta empresa titánica. Duermo poco, presa de una
excitación que se repite cada año y que no logro vencer con mi entusiasmo, o
tal vez sea una rama principal del mismo y su intranquilidad fructifique en mi
denuedo.
Ya está la primavera en los alrededores de Linares dando sus brochazos de
verdor exclusivo, barnizando los olivares, despertando las jaras y las genistas.
En los jardines y en las plazas, en los arriates y en las macetas que salpican algunos
balcones. Pero sobre todo prende dentro de nuestro ímpetu y da color a las
adelfas que brillan en el fondo de nuestras miradas.
¡Por fin llega la Semana Santa!. Este año abril se viste de penitente y
mezcla los olores del incienso y de la cera con los de los claveles y las
rosas, el trino de los pájaros exaltados y díscolos con el silencio proverbial
y el comedimiento de los pasos.
Y yo este año me he propuesto procesionar descalzo, prescindir de cualquier
suela que mitigue mis llagas o proteja mis plantas de los rigores físicos. Y no
se lo he dicho ni siquiera a mi esposa. Sólo deseo notar una mínima parte del
dolor que Tú sentiste hace mil novecientos ochenta y cuatro años. Solidarizarme
con tu sed. Comprender mejor el último aliento que exhalaste. Interiorizar tu
misericordia y tu generosidad: Tú, desnudo en lo alto de la Cruz y yo, así
vestido, con esta túnica blanca doliente que representa el espíritu de la
esperanza y mi caperuz negro bajo el cual se produce una metamorfosis mística
mientras desfilo acompañándote, una regeneración que me reviste de poderes silenciosos
para iniciar otro ciclo con tanta o más fuerza que hasta ahora.
El sol calienta la espalda de los costaleros y compensa el escalofrío del
sistema nervioso cuando la aldaba golpea el dorado y la voz del capataz quiebra
el aire con su voz precisa.
FIN
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