El poema que transcribo a continuación ha obtenido el segundo premio en el certamen MARE DE DÉU DE L'OLIVAR, modalidad B.
BALADA DEL SETENTA Y CINCO
Nunca olvidaré las acequias de mi infancia
en el descampado que había detrás de mi piso:
corrientes que inundaban madrigueras de ratas
entre carriles de azada y de rastrojos
y nos dejaban sin fútbol unas horas
para regar a mansalva los naranjos
y los huertos del camino a Xirivella.
Venas secas que despertaban al dictado
de un turno incomprensible para un niño
hasta reventar de agua aquellos cauces,
perennemente secos hasta entonces,
como venas excavadas en el páramo.
Ni las tardes en que rompíamos la monotonía
haciendo cola cuando estrenaban
alguna de Tarzán, el hombre mono,
o para ver pelearse a dos romanos
en el cine Hercumar, enfrente de mi escuela.
Ni las noches de estrellas, orientados a levante
para vislumbrar el castillo de pólvora
el día de San José, mirando a Valencia
por encima de los edificios y las luces,
sobre tejados convertidos en terraza
en una finca de las afueras de Alaquàs.
Nunca olvidaré los primeros escarceos con la vida
para un andaluz emigrante de once años,
los amigos que dejé y los que pude hacer,
las clases de guitarra que no di
para disgusto de mis padres,
el susto de mi hermano al cruzar la avenida,
las escapadas algún sábado al Vedat,
los partidos de frontón en la azotea,
y ese olor que se pega a los recuerdos
con retazos de humo y azahar;
o las clases de don Francisco Lerma,
de quien yo era su alumno favorito…
Todo bien mezclado con carencias y con ansias
de hacerme mayor, sin yo saberlo,
para soñar con las acequias de mi infancia
dormido en las entrañas de otra tierra.
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