LA MAESTRA INTERINA
Se refugia en un charco de carmín derretido
con forma de náyade. Si llueve,
dirige la orquesta de gotas con un junco
subida en el corazón de un elefante africano.
Si no llueve ensaya sobre partituras efímeras
filarmónicas de pájaros y tizas,
notas que crujen al calor de la estufa como cáscaras de cacahuete.
Sobrevuela los mapas en una sombrilla
y se moja los labios con agua del Eúfrates,
así el aliento le huele a hierba mordida,
y coge estrellas prestadas de alguna constelación famosa
para ponerse morena sin dependencias solares.
Es cierzo sólido al que se adhieren luciérnagas rojas
y le dan un aspecto de flor ambulante
en un patio sin piedras para herir las rodillas.
Se dedica a inocular monedas con alas
en la imaginación balbuciente de los niños
y les enseña a disparar relámpagos inocuos
desde lo más alto de una hipotenusa.
Aplica el principio de Arquímedes a los afectos
y saca factor común siempre que puede
porque pone entre paréntesis lo que separa
y sabe subrayar lo que mantiene.
Sus ojos siempre miran a otros ojos infantiles
y les descubren maravillas en formatos distintos.
Les demuestra que se puede crecer en una pecera
sin parecer bultos sonámbulos sin número de serie
y que hay vida más allá de una habitación con wifi.
Que se puede creer en casi todas las personas
y está permitido equivocarse si se aprende algo.
Les graba un itinerario en la epidermis,
algo especial a cada uno, con dedicatoria,
jeroglíficos que solo pueden verse con gafas especiales,
y con eso se conoce que son sus discípulos.
Bueno, por eso, y por el reguero de juncos que van dejando
alrededor del corazón de un elefante,
¡ah! y en que todos la invocan para seguir soñando
cada vez que se despiertan.
LUNES/MONDAY/LUNDI
Parece abanicarse con murciélagos grises, de tisú
-por su gesto franco, por su apoplejía-
pero solo respira como un caballo viejo
que se ahoga en el lavabo de un piso de alquiler.
Mueve su pecho deprisa, desde dentro
de una gaveta ignota donde llueven mantis,
lo he visto muchas veces respirar así,
mientras yo lo llamo, subido a todos los alféizares
con cencerros de gas, explotando globos
desde cualquier pirámide o mezquita enhiesta
o tirador con polvo que malcría el mobiliario:
una mugre estructural que no se supedita a nada,
que no se abraza a ningún nogal converso en cómoda,
al brazo tumoral de una barcaza herida que muta en sofá
hecho también con madera de otro árbol
cuya especie desconozco.
Lo llamo con voz muy ronca, lo invoco con acento grave
pero, al torcer los tabiques mis ondas sonoras,
lo que digo suena a cristal, a saxo extranjero,
a verdulera soprano, a campanario gótico de iglesia pueblerina;
aunque luego se transforma, de repente, en una puñalada honda
sobre la carne rosa de una oveja
que estaba aprendiendo a desfilar por el pasillo.
Grito su apellido con garganta de baquelita y greda,
garganta prestada por algún almuédano vecino
para vocear sustantivos que suenan a destrozo de lonas,
a recuento de vísceras cubistas derramadas sobre el mármol,
a bastidores partidos por una estampida de viejos
que van a la caja de ahorros a cobrar sus pensiones,
y el eco solo repite una de sus sílabas,
escogida al azar, quizás la última que pronuncio;
solo repite una sílaba enorme como un aldabón
que no remeda mi voz por la impedancia
y se pierde en el lomo dorado del brasero,
y por más que invito a los perros del cuadro de la cacería
a unirse a mi desesperación
y a ladrar conmigo su nombre inventado,
su nombre converso,
no me ayudan a encontrar su refugio, no me ayudan
a buscar su nido, la yacija de sábanas barbitúricas
donde habrá establecido su cuartel general.
Temo llegar tarde, no llegar a tiempo
de sincronizar los relojes corporales con su expiración.
El mar se aglutina sobre las últimas barcas en la marina de la pared
pero no es el mar, ahora lo comprendo,
es mi propia sangre en diferido
que se vierte y vuelve a crecer al otro lado del espejo
en alguien semejante a mí, con mi mismo estupor,
cuando cada lunes no festivo
hundo la esponja en un lavabo sucio
donde flota el cadáver de un caballo viejo.
PÉRDIDAS
Empiezo a notar un silencio corrompido
que se agranda por dentro
sin llegar a ser náusea, sin despertar el pánico,
en el área pequeña de mi corazón,
donde se confunden el miedo y sus síntomas precoces;
en mitad de la nada, cerca del límite
que impone la brea en los labios azules
cuando la noche alicata con frío industrial
el estribillo de una canción
y queda muy lejos el último taxi.
Otra ronda entre bisturíes de hielo
antes de volver al argumento general,
paseando la costumbre al albur nocturno
con otros hombres que andan sonámbulos
cerca del río, buscando un aval
para engarzar su esperanza en nuevos ojales,
quizás como yo.
Nadie sabrá el esfuerzo que hice
porque la ciudad es anónima,
como todos sus fieles,
y no se reconocen los actos de bonhomía
en su espiral de autismos.
Lo busqué en las esquinas de calles heladas,
aunque digáis que no, aunque dudéis de mi celo,
aunque me denunciéis como si fuera un asesino inmundo
que goza invalidando pruebas policiales
en parajes ubicados donde no llega el bus
y las autoridades ubican aparcamientos sórdidos,
descampados para que las parejas se amen con vaho
detrás de los cristales de un coche moribundo
y puedan sobrevivir las nutrias endémicas
apareándose entre las ruedas y comiendo profilácticos.
Debí perderla en otro renglón, en el pasaje
comercial de un párrafo que pasé por alto al corregir,
en otra cita inédita de alguna vida que aduje
para introducir a un secundario:
su dirección sobre el croquis de un bulevar,
la calle sin membrete donde mora el ínclito
y nadie lo conoce por su nombre de pila.
O a lo mejor mi subconsciente,
ese que siempre me protege en la ebriedad
y me lleva, sin saber cómo, hasta el regazo de un sillón,
decidió por su cuenta que sabía demasiado sobre mí
y borró cualquier rastro de aquel personaje
sin decirme nada.
VOCACIÓN DE NAUFRAGIO
Hay hombres que rebosan ternura de barco
por sus ojos aeróbicos, por su piel de manzana;
y ponen rumbo hacia lugares donde el mar es harina,
con su equipaje de velas, albero en el alma
y el bizcocho mordido de sus desengaños.
Hombres fieles a una antigua mudanza
que les marca el principio y el fin de una espera
cuando leen en los ojos de una conocida
la letra suprema de un tristísimo tango.
Y entonces desembarcan -en la playa morena
de un vientre que aun no tiene letrero-
su arsenal obsoleto de balas perdidas,
y colonizan la arena con su semen acrílico
para que el próximo nauta se sienta extranjero
y abandone pronto la piel desabrida
de aquella muchacha que hablaba lunfardo.
También hay mujeres con vocación de naufragio
que frecuentan curvas donde todo es posible
y ahogan en champán el olor a manzana
cuando les avisa su radar de un serio peligro,
o de un friso grabado con su fecha de muerte,
o de un letrero luminoso con su alias mediático
anunciando propaganda de labios lascivos
a un precio simbólico, invitación de la casa.
Cuando coinciden los hombres con ternura de barco
y esas madonas de acrílicas sienes
que intercambian favores por alfileres de plata
en la triste bocana de un puerto perdido
o en una misma terminal de autobuses o trenes,
se acaba el crédito de las leyendas eróticas
que concede la lírica a las historias canallas,
se confunden sus cuerpos y sus brazos fornidos
con gentes vulgares que van al trabajo,
y ya todos vuelven a ser lo miserables que fueron:
hombres que no huelen a nada parecido a una fruta,
mujeres que nunca naufragaron en copas de cava.