A continuación transcribo el relato que a juicio del Jurado ha merecido el galardón de "LA NOCHE DE LAS QUIMERAS". Se trataba de escribir en directo durante una hora y cuarto, en un salón del palacio Vela de los Cobos de Úbeda, un relato en el que había que incluir obligatoriamente la frase "el mariscal Jorge Robledo", aventurero ubetense de principios del XVI. Casi no me dio tiempo ni de releer lo que sucede y he preferido no corregirlo para que no pierda encanto.
No
estoy aquí por caprichos de las musas, ni por un afán de incrementar mi
currículum literario con un nuevo trofeo para mi vitrina. Tal vez el año pasado
sí respondía a este dictado mi concurrencia. Reto de literatura en vivo y en mi
ciudad. Me sentía como el mariscal Jorge Robledo a la busca de EL Dorado, pero
con otras limitaciones, otro tiempo y otra voluntad menos épica, como podrán
comprender ustedes, miembros del jurado. Y me presenté con mi viejo portátil en
una mano y ese afán que nos lleva a los escritores a oliscar los estímulos.
Vine con un rumor de palabras y con retazos de viejas historias grabadas a
fuego en la piel de mi alma, como ventaja, pensaba yo en aquel momento, sobre
mis adversarios y con un gálibo de autoestima añadido y forjado en tantos años
de hilvanar sílabas y hacer que éstas representen sobre la liturgia blanca de
una pantalla de ordenador una nimia parte de mis sentimientos. Éramos pocos los
llamados a pasar la tarde fría de noviembre ordenando delirios y leyendas,
quimeras y pasiones en un lóbrego local aderezado deprisa para albergarnos.
Cuando comencé a escribir, tras una primera vacilación en el enfoque y un
retractarme a tiempo, parecía que un halo de inspiración se hubiese posado
sobre mi cabeza y transmitiera en morse o yo no sé de qué otra manera, un
ejército ordenado de vocablos que iban llenando la página de mi computadora sin
apenas transiciones o lapsus importantes. Así terminé el primero mi obra breve,
lacónica pero aguerrida, insustancial pero a la vez portadora de dones
literarios fácilmente discernibles por un lector avezado. Tal vez por ello no
me sorprendió la llamada del día siguiente en la que se me concedía el
galardón: ¡Enhorabuena, ha sido usted el ganador del premio de relato “La noche
de las Quimeras”! – fue su escueto comunicado. Después me aclaró la hora y el
lugar de aquel duelo tan agradable en el que se me haría entrega del precioso
trofeo, como decía antes, otro más con el que poblar el anaquel barroco de mi
estantería.
Recuerdo
el acto con nitidez. Algo sencillo y a la vez gratificante para el ego de un
autor. Recibí, no alcanzo a reproducir el nombre de la autoridad encargada de
hacerme la entrega, el saludo afectuoso y el trofeo, al que no alcanzo a
definir sin la angustia interior que me acompaña desde entonces. Hice hueco al
lado de una placa de unas Justas Poéticas, entre un diploma petrificado en
mármol y una escultura pequeña que representaba una pluma en cristal de murano,
grabada con el nombre de la localidad convocante. Procedí a colocar “el trofeo”
ubetense y ya comprendí, tal vez las sensaciones inexplicables usan siempre ese
lenguaje de escalofríos para anunciarnos su voluntad, que mi vida iba a cambiar
desde ese momento, aunque a decir verdad ni en mis peores pesadillas podía
intuir en qué modo.
A
eso de las tres de la madrugada un fuerte impacto me arrojó de los mullidos
brazos de Morfeo a los de mi mujer, sobresaltada y lívida, quien me abrazaba
como primera reacción al intempestivo tropel. Tras reaccionar con entereza
blandí la espada que conservamos de nuestro enlace nupcial a guisa de tizona y
me dirigí al salón cual un Cid del siglo XXI, en pijama de rebajas, en pos del
origen sonoro. Me asaltó una tos nerviosa, que debe ser la defensa de nuestro
sistema simpático para alertar al enemigo de nuestra presencia y ponerle en
huida, cuando iba por el pasillo hacia el salón. Conecté todas las luces y sin
saber cómo así una linterna, tan inútil en semejante circunstancia como
molesta. “La espada y la luz”, pensé en
un arrebato intermedio como título para un futuro relato. Y de ese modo
advertí, con una sonrisa exagerada por
un manojo de neuronas que volvían a sus puestos tras su disposición bélica, que
sólo había sido el trofeo de cristal, ese que llevaba grabado el nombre de una
ciudad perdida donde una vez fui galardonado, el que había producido el
estruendo al hacerse trizas sobre el terrazo. No obstante no llegué a
tranquilizarme del todo cuando observé el rictus –al menos a mí me lo pareció-
entre burlón y desafiante del trofeo recién conquistado, como si quisiera darme
a entender que había sido él el causante del accidente de su compañero de
repisa, algo tan ilógico como improbable, pero que sumó otra canasta de tres
puntos a favor del escalofrío.
Todo
hubiese sido fruto de mi imaginación febril y literaria, y así lo pensé durante
las siguientes jornadas, de no ser porque a la semana exacta de aquel
desaguisado, se repitieron los hechos. La misma hora. El mismo o mayor
estruendo y una nueva víctima, esta vez
el trozo de mármol grabado con mi nombre, que acabó –no entiendo tanta
dureza para acabar así- convertido en diez o doce guijarros blancos y deformes
donde podían leerse letras sueltas que hasta hace poco conformaban mis
apellidos. Al entrar al salón sólo miré el trofeo de la “Noche de las
Quimeras”, el cual me retaba con su mirada mil veces más desafiante y una
sonrisa maquiavélica que sobrecogía.
Como
intuirán ustedes, miembros del Jurado, aunque no lo entiendan todavía hasta que
no alcance a darles las explicación definitiva, los sucesos siguieron
repitiéndose cada vez con mayor frecuencia hasta dejar limpio de galardones la
parte superior de la librería que uso –usaba- a modo de expositor de honores,
panoplia de momentos álgidos en mi ilusa carrera, emuladora de Cervantes, por la
que me gustaba pasear la vista las tardes de poco ingenio para recordarme que
alguna vez había dado con la tecla de la calidad, según atestiguaban con su
testimonio aquellas reliquias. Ahora campeaba como dueña absoluta y señora
feudal de aquel páramo el “Trofeo de la Noche de las Quimeras”. Infeliz de mí, pensé que con aquello
terminaría mi pesadilla, la que comenzó esta noche de hace un año con la
consecución del premio de la edición pasada. Pero no. El espíritu burlón de
aquella pieza artesana siguió martilleándome los pensamientos, hasta tal punto
que en estas dos últimas semanas, cuando voy alcanzando el estado de duermevela
que precede al sueño, oigo una voz entre felina y de ultratumba que me susurra
machaconamente “¡ dame un hermana si quieres que acabe este suplicio, dame una
hermana si quieres que acabe este suplicio…!”
No
sé si la locura se está instalando en mí, fruto quizás de otros excesos o si en
realidad introduje en la intimidad de mi casa un enemigo indescifrable que no
sé de qué puede ser capaz de ahora en adelante. Tras un instante de lucidez
esta mañana he creído ver la luz , la luz mística, no la de la linterna de
marras, y he deducido que se estaba refiriendo a que le consiguiera la figura
de este año, a su hermana, según mi entendimiento, por lo que he acudido con
esa angustia vital de la que hablaba al principio a esta velada creadora, no
por ganar en sí, si no por intentar acallar la maldición de la Noches de las
Quimeras. Suplico vuestra comprensión.