Fotos cortesía de José Antonio García Márquez
Acabo de regresar de Vilches, de recoger el PALOMA NAVARRO en su edición XXIV por mi poema "SE VENDE/ NO SE VENDE" que a a continuación publico.
Nadie me desnuda la memoria sin un precio
en este burdel que iza la soledad
sobre la fortaleza donde fui feliz, no hace mucho,
allende las fronteras de mi reino.
Vengo a reflotar promesas antiguas
que se apagan con el tiempo
y que no pude declarar como equipaje,
silencios que duelen si no los escuchas
con orejas de niña,
si no oyes cada poco sus ásperos lamentos
rebotando en las paredes de un lóbrego pasillo.
Y casi lo mismo aquellas marcas,
tatuajes que desaparecen si no les quitas el polvo:
las muescas con que el abuelo nos medía
contra el marco de una puerta a sus nietos
cuando anunciaba -con el leve crujido de su muelle-
la constatación del crecimiento en su linaje
a punta de orgullo y de navaja.
Miro al techo acostada boca arriba
y veo caer recuerdos imprecisos
atados a cuerdas de guita, como antaño,
regalo exclusivo de un ancestro pirata
que vive en el desván, sobre el cañeje;
y jura en porteño; y me maldice
cuando apago las luces sin aviso.
Al irme, sólo me llevé en la maleta
la navaja de mi abuelo y un bulto pesado
con sábanas bordadas: el ajuar de mi madre.
Lo demás quedó en la casa, quieto y solo,
como quedan las sombras del olvido
desafiando a los relojes sin péndulo:
la botella de aguardiente,
un badil, unas tenazas, un fuelle, un saco de cisco;
dos mecedoras de rejilla, unas trébedes,
ilusiones pueriles y el mildiú del abandono.
La casa está casi en ruinas, o sin casi,
y huele a almendras rancias y a tertulias,
aunque yo no quiero repararla por no desahuciar al corsario,
alter ego de la niña que otrora fui,
porque en el fondo sería desterrarme a mí misma
de mi propio presente, de mi propio pasado.
Las cales restregadas en los muros
huelen a posguerra todavía,
(y a heparina, y a hospital, y a nardo)
a pan de higo y a centeno,
a reminiscencias de la cuadra
que hubo en esta misma habitación
hasta que se casaron mis padres
y empezaron a llamarla alcoba.
Se esponjan mis días cuando vengo de visita
a mi querido pueblo, a mi querida tierra,
a recuperar todo el tiempo que gasto en las ciudades:
seis meses de ausencia equivalen a una noche de frío;
agazapada en este colchón de lana
-sin mullir desde el pasado invierno-
un año de náuseas se recupera pronto.
Vengo poco porque no quiero desdecirme en la edad
y ser más joven cuando vuelvo a mi rutina
de paradas de metro y autobuses.
Hay veces que sólo acudo para añadir lágrimas al puchero
que dejó mi madre en la lumbre
y a cambiar las sábanas del inquilino.
Viajo, prostituyo la memoria
en el escenario ideal de los ancestros,
y paso miedo sola, disfrutando de mi inermidad
bajo techos tan altos,
disparando mi claustrofobia en cubiles tan nimios.
Así cargo las pilas cada equis tiempo
entre estos muros de adobes y cal
donde mi alma no tiene cobertura.
Luego regreso a la ciudad en otro cuerpo distinto
y me cambio los ojos de cerca antes de entrar en la urbe,
como quien cambia las gafas o se muda de ropa,
en un acto simbólico que sólo para mí tiene sentido.
En mi corazón ha muerto un pájaro...
¡ah!, y el pirata se ha convertido en un gato con familia
desde la última vez, el gato que no tuve de niña…
He colgado un cartel en la reja del balcón,
debajo de unas buganvillas secas.
Lo miro –solemne- y sonrío, entre pícara y satisfecha.
Me guardo la vieja navaja en el bolsillo.
Cierro la puerta y tiro de ella hacia mí
con ímprobo esfuerzo para una chica de ciudad,
hasta que oigo el chasquido -dos vueltas de llave
dentro de mi corazón- y en mis ojos pueblerinos
-sin darme cuenta- brota lluvia.
El anuncio solo dice: SE VENDE
y debajo hay un número de móvil que no existe.