Mi relato
"NADIE SABE SU NOMBRE"
ha sido galardonado con el primer premio del certamen en la modalidad "castellano".
NADIE SABE SU NOMBRE
No conozco su nombre. Creo que nadie lo sabe. Es de esas mujeres sin raíces que frecuentan lugares al azar, lugares impensables a priori para una mujer como ella: bibliotecas, gimnasios, cervecerías, tiendas de kéfir, locales donde un cuarteto cada noche hilvana partituras sin papel para una galería de noctámbulos obsesionados por el jazz. Diría que es como yo, sólo que ella levanta más expectativas y menos sospechas allí donde se deja caer. Pasea sus ojos inquietos por los rincones, como si buscara un recuerdo invisible que se ocultase en la penumbra de las luces psicodélicas o estuviese pendiente de un asesino a sueldo que la persiguiera todo el tiempo por los cubiles sórdidos, enviado por un ex o por un gobierno extranjero que ha descubierto su vocación de espía. Suele sentarse al final, lejos del escenario, en un velador pequeño, y bebe a sorbos imperceptibles en un vaso de tubo algo de color violeta.
Yo la vengo observando desde hace diez o doce meses, no más, cuando coincidimos la quinta o sexta vez, por casualidad, sin buscarlo, desobedeciendo la estadística en una ciudad de cuatro millones de habitantes, en los antros más inverosímiles. Seguramente siguiendo un guion del destino que algún escritor sin seguidores publicaba en una página muerta o en una tira de comic para adultos underground.
Bebe demasiado. Bebemos demasiado los dos. A ella le gusta demasiado el violeta, aunque no sé exactamente lo que liba. Y he estado tentado de invitarla alguna vez e intentar una conversación con ella, pero la idea de hilvanar unas palabras insulsas, comunes, previsibles, me espanta demasiado. Tengo esa pereza que la edad impregna en los huesos y que te hace renunciar a los instintos antes que vencerla. Así que seguimos viéndonos sin querer y queriendo hablarnos sin hacerlo.
Solo tenemos en común el jazz y que siempre vamos solos. Al menos no he visto que nadie se le acerque a pesar de la tentación que supone si alguna ráfaga de sus ojos se cruza de soslayo con una de los tuyos. Por eso me sorprendí tanto aquel sábado, creo que era sábado. No la había visto todavía cuando se me acercó silenciosamente por la espalda, en un bar aledaño al garito al que iba a ir después a escuchar a Billie. Me susurró una canción entre el hombro y el oído, entre excitante y sugerente, y me sonrió como si fuese la única persona en el mundo que me conociera por dentro. Miró mi cerveza y dijo que quería una. Como la mía estaba sin empezar se la ofrecí. Bebió un trago diminuto, apenas una bocanada de pitiminí, indetectable en el nivel del líquido, con el que no pudo ni mojar sus labios, estoy casi seguro, y luego me lo agradeció con otra sonrisa triste, de muñeca rota, una especie de mueca que no supe descifrar ni ponerle precio. Lo mismo me estaba ofreciendo que la siguiera hasta el infinito sin preguntar su nombre o me insinuó que la dejase en paz para siempre, suponiendo que creyera que nuestros encuentros no eran fortuitos, sino que yo la perseguía con alguna intención aviesa, con ganas de seducirla desde el desinterés como método de conquista, o si pensaba que yo er el asesino a sueldo enviado por algún examante o alguna potencia extranjera que hubiese descubierto su vocación de espía. De ahora en adelante nuestra canción sería esa: “Every time we say goodbay”. Igual me estaba invitando a una historia fascinante en su imaginación, con paisajes exóticos y aventuras emocionantes por compartir, que me clausuraba públicamente y me cerraba con candados las puertas blindadas del futuro o me estaba anunciando que estaba preparada para defenderse o amar. Por eso no dije nada. Por eso no hice nada. Solamente lamí la boca de la botella verde cuando ella desapareció del bar y tuve la sensación de estar besándola, de haberla besado, de saber exactamente el sabor de su aliento.
Después salí del local y cuando entré en el otro, ocupé una mesilla con luz lánguida y pedí un san francisco, mientras los músicos afinaban y comenzaron la velada con “So what”. El trompetista cerraba los ojos con todas sus fuerzas cada vez que soplaba, como si el aire saliera más puro de sus pulmones así, o con más potencia, y luego fue encartando una retahíla de sentimientos desde sus dedos mágicos que me transportaron recuerdos de vivencias que nunca llegué a vivir. Era bueno el canalla.
Al menos transcurrieron dos o tres meses más en mi vida anodina y sin misterio. No recuerdo exactamente el paso del tiempo desde hace mucho y creo que su duración cada vez es más subjetiva, menos ortodoxa. Los días iguales son los más rápidos. Depende de cada cual. Depende de las circunstancias. Depende del ánimo o de mil imponderables distintos que no acierto a enumerar ahora.
Aquella siguiente cita casual, por llamarla de alguna forma, ocurrió un jueves a media mañana... ¡no!, creo que era viernes. Yo salí de la oficina para desayunar y la vi pasar en un autobús que iba en dirección a Sausalito. No sé porqué, levanté la mirada del asfalto y me topé con la luna del transporte. Ella me estaba mirando fijamente y me había reconocido desde dentro. Tuvo tiempo suficiente de exhalar sobre el cristal su aliento de dragón doméstico y, en la condensación de su propio vaho, dibujó un corazón casi perfecto con su dedo índice, o eso creo; y luego lo borró con la lengua, con delectación, sin apartar sus pupilas de las mías, con esa lujuria salvaje que soñamos los hombres -los viernes al ir a desayunar- para luego, mientras se alejaba. Noté su calor a pesar de la distancia. A pesar de la nieve sucia que quedaba todavía en las aceras se me achicharraron los tuétanos. A pesar de los imperios, con sus mares de dunas urbanitas y los océanos tropicales de café con leche, que nos separaban, tuve que quitarme la bufanda para respirar algo que no fuera aire a presión.
Me estaba obsesionando con ella y en realidad no me apetecía enredarme en una historia sin sentido, tan impredecible, con un mal final al que apostar toda la pasta. Un relato en el que el autor está por otras cosas y se olvida de argumentar a favor del personaje. Así que me distraje con los cómics, mi verdadera pasión aparte del jazz, casi enfermiza, la afición que mantengo desde que mi padre me pagaba su falta de atención y sus olvidos imperdonables comprándome tebeos y discos y, a ratos, con mi viejo saxofón, emulando a la baja a Lester Young.
Dejé de salir a la calle y de asistir a aquelarres alcohólicos en sótanos de moda cuyos nombres cambian a menudo, corren por los mentideros y acaban engullendo a los curiosos. Dejé de concurrir a escuchar a las nuevas bandas, aquellas que surgían y morían como larvas de mosca sin apenas dar tiempo a un mínimo seguimiento y cuyos componentes se enrolaban en nuevos proyectos o se marchaban de aquí en busca de estabilidad a otras ciudades más al norte.
Una tarde de febrero, en plan anacoreta, con mi cerveza casi helada a mano, comencé a tocar “Spring blues” en un taburete de la cocina. Al otro lado de la ventana la ciudad se aprestaba a pixelar los rostros de los transeúntes con pinceladas de niebla de color marengo. Estuve más de una hora pasando de una canción a otra, dejándolas todas a medio por mi falta de memoria, hasta que una nota triste y desafinada puso fin al ejercicio musical y arrojé el instrumento sobre el fregadero como si fuera una serpiente que se enredaba en mi cuello para asfixiarme. Entonces comencé a hojear mi última adquisición. Sobre la mesa del comedor había dejado una bolsa que contenía un libro de cómic titulado: “Nadie sabe su nombre”. Era un facsímil de un tipo sin historia al que le gustaban el jazz y los tebeos: normal, gris, anodino, casi mi alter ego. Incluso al mirarle a la cara, al trasluz, en aquel dibujo en blanco y negro de la contraportada en el que costaba apreciar los rasgos, creí distinguir la mayor parte de mis facciones y parecía que llevaba mi viejo chaquetón y mi sombrero oscuro. En la tercera página, creo que fue en la tercera página, comenzó a coincidir con una mujer enigmática en los lugares más insospechados: bibliotecas, gimnasios, cervecerías, tiendas de kéfir, locales donde un cuarteto cada noche hilvana partituras sin papel... Conforme la lectura me atrapaba fui comprobando que los sitios y los personajes -¡no podía creer lo que estaba pasando!- describían exactamente los últimos meses de mi vida. Incluso la escena del autobús y la del sorbo de cerveza.
El cómic ocupaba 146 páginas y yo alcancé la 43 cuando la ficción se puso a rebufo de la realidad, es decir cuando leí que el protagonista contó las hojas del cómic que estaba leyendo y que iba por la página 43 sobre un total de 146. Un sudor inexplicable me recorrió la espalda con su brocha de lamidos. No me atreví a pasar la hoja en la última viñeta de la página, justo cuando leí en boca del personaje “no me atrevo a pasar la hoja en la última viñeta de la página”.
Cerré aquel maldito libro sin acertar con ninguna explicación lógica. Me acordé que llevaba una botella de cerveza en la mano izquierda y me la terminé de un trago profundo que casi me abrió una grieta en la garganta. Un trago desagradable, el más desagradable que recordaba a lo largo de mi vida, que me hizo casi odiar la cerveza. Arrojé la botella con toda mi impotencia convertida en energía contra la pared, en defensa propia, y rompí un espejo grande, y abollé mi viejo saxo al golpearlo también contra otro espejo para terminar de expulsar mi incongruencia. Luego salí, malhumorado, dando un portazo, a buscar los hombros de la tarde en algún bar perdido. En el segundo al que entré me estaba esperando una silueta muy reconocible desde detrás de una mesa de billar francés, emergiendo de una nebulosa de humo en la que se distinguían volutas concéntricas y dedicándome una bala con forma de sonrisa. La bala más hermosa que recuerdo.
Cuando se sentó en el taburete de mi lado ya tenía un chupito de tequila esperándola. Lo vertió en su boca entreabierta lentamente, dejando que chorreara desde sus labios entreabiertos hasta el origen de su escote. Como si no pudiese tragar. Como si estuviese llena de tequila y quisiera que brotaran manantiales en sus aréolas. Luego me dijo: “En la página cuarenta y cuatro el tipo se bebe el licor directamente de mi...” y miró con picardía indisimulada hacia el abismo que nacía debajo de su cuello, invitándome a probar. Solo acerté a balbucir: “Todavía no he llegado a esa página...”, me levanté y me fui del sitio más asustado que nunca. He tenido pesadillas más aterradoras aunque menos entretenidas, lo reconozco. Al instante me paré en mitad de las escaleras y pronuncié: “¡Qué diablos!”. Volví al local desandando los peldaños y grité: “¿Cómo te llamas? ¡Maldita sea! ¿Qué está pasando? ¿Qué quieres de mí?...” Solo que ella ya no estaba ni subida al taburete, ni detrás del billar, ni exhalando volutas. Y los pocos parroquianos que había, medio borrachos o ensimismados en sus propias desgracias, diseminados por la barra, volvieron sus ojos de camaleón lentamente hacia el ruido y al poco volvieron a perderse en la ciénaga de sus pensamientos otra vez.
Estuve dilatando el regreso a mi apartamento de Lombard Street hasta que no se me ocurrieron más excusas. Paseé las avenidas sin rumbo definido y luego desanduve cada paso hasta que el frío y la humedad usaron mis huesos como perchas. Finalmente, no tuve más opciones si no quería quedarme congelado. Puse un disco de Shirley Horn, abrí el libro por la página siguiente y volví a vivir la escena del tequila, la escena del escote, la escena de mi regreso a un bar sin nadie, los ojos camaleónicos de los clientes, la dilación en volver a mi apartamento de Lombard Street, el frío de los pasos sin rumbo.
Casi a conciencia mi círculo de amigos se ha ido constriñendo con tendencia a cero. Las amistades se cultivan como un huerto. Las amistades se cultivan como una maceta de maría en un piso de estudiantes. Se amueblan o desamueblan día a día y al cabo de unas semanas descubres que la realidad te lleva en volandas hacia callejones sin salida, hacia los barracones del pánico. Entonces, si tienes fuerzas y ganas y eres un privilegiado, comienzas a preparar la tierra de nuevo, compras simiente selecta, abonas el suelo generosamente, riegas el baldío con la esperanza de que crezca exuberante alguna voz al otro lado del hilo telefónico. Alguien que cuente contigo para algo, o te pida opinión, o te estimule, o te critique. Si falla el ánimo el pozo se vuelve cada vez más oscuro y más estrecho y la soledad se retroalimenta, fagocitando las iniciativas. Y uno se vuelve más feroz porque está más expuesto. Y uno se convierte en un lobo solitario que sale de caza en los suburbios y que casi todas las noches vuelve escaldado, deprimido y sin presas, con los oídos llenos de buenas canciones. La mayoría de las veces regresa más triste que la última que recuerda por mucho que rastree en su secuela de tristezas, que son muchas... y se pone a leer un cómic interminable que imaginó otro solitario para paliar su inquietud, su soledad, para canalizar o enajenar sus miedos.
Hubiese sido un buen momento para pasear por la playa, para sentarse en un banco del parque detrás de una bufanda caliente y un starbucks muy caliente, o para charlar en una cafetería solitaria con ese amigo insustituible que siempre encuentras en la madrugada y que en mi caso se llama Jimmy. Pero Jimmy no está. Jimmy se fugó con un cáncer hace tres años en otra ciudad, en otra madrugada.
Pero el mar es inhóspito para los aprendices de náufrago y acabas sintiéndote desubicado en su orilla. Pero los bancos de los parques están desmantelados o llenos de mendigos que defienden su espacio vital con botellas rotas o navajas sin punta. Desde mi ventana se veía un saxofón apoyado sobre un cubo de basura. Un saxofón abollado idéntico al mío.
Me gustaría volver a verla, en una biblioteca, en un gimnasio, en una cervecería, en una tienda de kéfir o en algún local donde un cuarteto cada noche hilvane partituras sin papel. Al menos conocer su nombre, pero he decidido quemar el cómic sin pasar más páginas, abrirme unas cervezas y dormirme en posición fetal, mi favorita para dormir cuando me doy miedo y me bebo unas cervezas.
También en un arrebato he hecho añicos todos mis vinilos, aunque estoy seguro de que luego me arrepentiré, la sensación ha sido muy liberadora, algo que no experimentaba desde mi vida anterior, si es que la tuve. Soy violento a intervalos y no he aprendido a contenerme, pero eso también forma parte de mi encanto, pienso yo.
Sé que mañana, cuando despierte con resaca, estará abierto el maldito libro otra vez sobre la misma mesa y por la misma página. Los discos de nuevo se apilarán en el suelo y mi viejo saxo me pedirá sin palabras que lo vuelva a abrazar.
O al menos eso es lo que sucede en la última viñeta que me ha dado tiempo a ver con el rabillo del ojo mientras el cómic ardía en el fregadero.
FIN