Ella rondará la sexta decena. Obesa y desarrapada, va arrastrando su cuerpo como un basilisco sobre unas zapatillas de andar por casa, unas pantuflas que debieron ser azules a su salida de fábrica y que hoy sería imposible catalogar sin la ayuda del carbono catorce. La tela del empeine deja ver sus entrañas acolchadas en tonos beige. La suela está despegada en su parte delantera hasta casi la mitad de la planta y parece que va lamiendo las losas, pues antes de aterrizar sobre ellas el pie, se adelanta al intento y, unas veces por el haz y otras por el envés, siempre limpia de polvo la futura huella con el consiguiente riesgo de accidente para Pitita. Lleva unas medias por debajo de la rodilla con tomates de todas las variedades conocidas del hortal. Y una falda de varias telas distintas que combina con un par de jerseys manidos y abigarrados cuando se acuerda que tiene más de uno, cuando se acuerda que tiene frío. Está marcada por el sol y la penuria, y su piel parece sacada de un tostadero. Sin embargo, posee unas manos delicadas que no concuerdan con el resto de su anatomía en las que acumula toda clase de abalorios circulares, baratijas y colgajos que se encuentra. Entre tanta quincalla sólo guarda de valor un pequeño corazón de oro y una cadena muy fina del mismo metal, arrollados a su muñeca izquierda, vestigios de un tiempo próspero seguramente y que deben tener una historia muy bonita detrás.
Hay leyendas urbanas que dicen que es millonaria y que tiene varias casas diseminadas por la provincia, como pasa con todas las de su condición en cualquier lugar del planeta, y una fortuna en acciones de la Caja de Ahorros, y algunas fincas de naranjos y de almendros, y… lo que pasa es que somos muy dados a escudarnos en la fantasía para justificar ante nosotros mismos cualquier hipótesis, cualquier señal que pueda mellar nuestra confianza o amenace con acentuar el sentimiento de culpa que pudiera invadirnos por permitir entre todos situaciones tan indignas. Si en verdad fuera tan rica como dicen, nos justificaríamos pensando que su vida rastrera y llena de calamidades es una opción legítima, en este caso, de millonaria excéntrica. Pero no lo es. Está abocada a la miseria por un conjunto de circunstancias, de las cuáles quizás sea responsable en mayor o menor medida ella misma, no lo pongo en tela de juicio; o tal vez por delirios del azar, esos caprichos del destino que te lanzan por una cuesta abajo, cuando no escalera, y ya no puedes pararte sin chocar con un cerro, con un desahucio, con una bancarrota…
Ella duerme en el cajero de la esquina, el de La Caixa, sobre unos cartones sin sábanas, bajo unos cartones sin sábanas, los cuáles dobla y ordena cada vez meticulosamente y los coloca en el carrito, pues como no se fía de nadie deambula con todo, a todas horas, todos los días del año, por todas las aceras. Se descalza y coloca con mimo, a la altura casi de su boca, las zapatillas cómodas y desarrapadas, las de la lengua fuera cuyo lamido precede a cada paso. Siempre responde un "hola" casi inaudible a los rezagados que sacamos dinero a deshora y que, aunque procuramos no despertarla en su camastro ni desperdigar las zapatillas con una patada ciega, habitualmente lo hacemos cuando pulsamos las teclas sonoras del robot para introducir nuestro pin en la máquina. Si nos acordamos, solemos bajarle un litro de leche barata y unas magdalenas, a modo de compensación por el sueño robado, y se las dejamos cerca del bulto que forman ella y los cartones, los cartones y ella, a unos centímetros de la lengua de sus zapatillas. Es nuestro pequeño tributo por la molestia causada, por colarnos en su alcoba de duende, por saltarnos su intimidad a la torera, por descolocarle las pantuflas con una patada ciega…
Tiene los dientes contados y sabe abrir los botellines haciendo palanca con un incisivo aislado que le nace como una península en el acantilado de su encía. Si la miras de cerca no puedes contarle las arrugas porque se juntan entre ellas e interseccionan, y no tienen delimitadas áreas concretas fronterizas después de la reforma cutánea que acometió a los cincuenta y cinco años, tras un accidente con el fuego. Lleva el pelo despeinado en un estilo libre, nuevo, despreocupado, que no necesita prelavado y que ahorra agua para la comunidad, un bien tan escaso y tan odioso para ella. Sabe mejor que nadie reciclar la materia orgánica de los contenedores y una ley no escrita le otorga preferencia para hurgar en ellos antes que los otros vagabundos, con menos trienios y menos arraigo en la zona. También se rumorea que sus hijas no saben de su situación porque se vino sin decirles nada de algún lugar muy lejano. Y no tiene cobertura en un móvil obsoleto que debió funcionar bien hace dos décadas, o ni eso, y del que aún intenta desentrañar algún mensaje telepático cuando se aburre por el día y lo saca de su faltriquera y lo usa, más tarde, para partir las nueces que le regalan algunos empleados del Mercadona a modo de martillo.
Tiene los ojos del color del río cuando baja arrastrando légamos tras una tormenta en su curso alto. Y mira como si fuera capaz de llorar tierra o se pudieran sembrar coles en el fondo de sus retinas sin esfuerzo, hermosos jirones telúricos que aumentan la leyenda de su ostentoso linaje. Come cuando come y no hace ascos a casi nada, aunque se vuelve loca con la coca cola y la cerveza, siempre que no sean sin cafeína, o light, o zero, o cero-cero, o las insulsas combinaciones de estas posibilidades. Su preferida es la comida italiana y por eso merodea en la basura de la pizzería "Nápoles" cuando calcula que los camareros arrojan los restos de sus "margaritas". Cuando la ven acercarse, a eso de la medianoche, le suelen alargar sin que se entere el jefe, una lata de refresco y una porción del manjar, pero su dignidad le impide comer en público y por eso esboza una mueca que puede interpretarse como sonrisa daliniana en señal de agradecimiento y guarda bajo un trapo indefinible lo que rebaña o le donan para momentos más íntimos. Luego, en cualquier banco olvidado, casi en penumbra; o en el saliente de algún escaparte mal iluminado, lo primero que hace es sacarse las pantuflas y mover los dedos de los pies como si estuviese tocando una escala en un piano imaginario. Abre la caja cuadrada de la pizzería y lentamente va partiendo trocitos irregulares de alimento que introduce en su boca con la punta de sus dedos, cuellos de avestruz que asoman por los agujeros de sus mitones.
En el noventa y ocho, cuando me mudé a este barrio, ya aparece ella al fondo de una fotografía que me hice en el portal de la entrada de mi edificio, por lo que debe llevar viviendo aquí -y de este modo- más de lo que dura una hipoteca en la Tierra Media.
Está demostrado que no sabe leer, por lo que me he permitido hacer fotocopias de este escrito y ponerlas en todas las paredes que he sido capaz, descartando la posibilidad de que conozca nuestra intención por medio de la lectura. Simplemente propongo que nos organizarnos y aprovechemos las próximas Navidades, su espíritu solidario y su corriente de generosidad para hacerle un regalo original a Pitita, un regalo especial que no olvide nunca, si es que su memoria rige todavía después de tanto tiempo conversando con los pájaros o a través del móvil departirlasnueces:
"Queridos vecinos, por la presente os convoco el día 24 de diciembre, a las cinco de la tarde junto al contenedor de la pizzería "Nápoles" –ya he hablado con el dueño y me ha dado su consentimiento, aparte de aclararme que es sabedor de que sus empleados alimentan a escondidas a Pitita y que muchas veces el promotor de la idea es él mismo- para limpiarlo a conciencia y después para llenarlo y decorarlo como una enorme cesta de regalos. Podéis traer cualquier cosa que se os antoje, desde un jersey potable a una caja de alfajores, fiambre, chocolate, latas de atún, galletas, turrones, queso o mermelada. Yo ya le he comprado unas zapatillas nuevas, unas zapatillas abrigadas, térmicas, de cuadros, unas zapatillas con la lengua pegada al paladar de sus suelas. Os ruego que lo envolváis todo en papel de regalo por aquello de las apariencias. Yo creo que en sesenta minutos, más o menos, si todos nos prestamos y no escurrimos el bulto, seremos capaces de tenerlo listo y estaremos con hora de regresar a nuestras importantes vidas a tiempo de la cena tradicional en familia.
Mi teléfono de contacto es el que aparece en la tirilla del filo de este folio y me he nombrado yo mismo a mí mismo promotor y coordinador del proyecto Pitita.
Si te parece buena idea lo que describo, te espero junto al contenedor a la hora que ya he dicho.
Sé que estos gestos sólo salen bien en las películas americanas, en Acción de Gracias o en San Patricio, o con Santa Claus surcando el cielo en un trineo con tracción renal. También soy consciente de que un momento de emoción este año no le va a solucionar la vida a ella, ni a nosotros nos va a hacer mejores personas, o tal vez sí ambas cosas; sólo considero que si podemos conseguir que su sonrisa huera pase del surrealismo de Dalí al hiperrealismo de Antonio López, y que sus lágrimas de tierra se vayan decantando hacia el azul de un río sin contaminar, y si le evitamos que le salgan sabañones en los pies y reducimos la posibilidad de que pueda tropezarse con la lengua de sus zapatillas, habremos conseguido que esta Nochebuena nos deje su impronta para siempre. Además, las fotografías que subamos a Facebook, se van a compartir más que un compás en una academia de dibujo técnico.
Si conseguimos ir más allá de este propósito y establecer una costumbre, tanto mejor.
Firmado: Alguien que saca dinero a deshora en la alcoba de Pitita.
Os espero. Mi teléfono de contacto es:
61458595 -61458595-61458595-61458595